jueves, 4 de agosto de 2011

Un Día de Muertos en el Cementerio Municipal


Trabajo a participar en el punto o la mesa # 2 de la Convocatoria Oficial del
XXXIV Congreso Nacional de Durango
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Abelardo Ahumada
Cronista Municipal de Colima

Al celebrarse ya en pleno otoño, el Día de Muertos amanece por lo regular en Colima fresco y luminoso, con el cielo azul sin nubes, porque - según lo que los viejos dicen- es hacia mediados de octubre cuando soplan en esa latitud “los vientos que se llevan las aguas”.
El otoño, en efecto, ya se ha declarado, y en el campo se exhibe con una multitud de flores propias de la temporada, y aun cuando las milpas del sorgo y del maíz están secas ya, junto a ellas, y entre ellas estallan las flores amarillas del tacote, hermano mexicano del europeo girasol; reverberan las enredaderas silvestres de las campánulas azules y se yerguen junto a las orillas de los maizales, las brechas y las carreteras las espigas rojizas del pajonal, mientras se miran a lo lejos las lomas cubiertas de salvia florida y se escuchan entre los escondites de la floresta los trinos eléctricos de los jilgueros.
Y mientras todo eso ocurre en el campo, miles de paisanos se despiertan ese día más temprano que otros para preparar comidas, tomar machetes, agarrar una escoba, portar una indispensable cubeta y disponerse a partir a los cementerios a visitar y acicalar las tumbas de sus familiares muertos.
En las proximidades de todos los panteones de la entidad, los vendedores de flores ya llevan lo menos dos días con sus noches allí, llenando de perfumadas corolas el ámbito festivo de este recordatorio anual de quienes “se nos adelantaron en el último viaje”, y a todos esos sepulcrales espacios concurre la más extensa, multitudinaria y alegre de las romerías a que tan dados somos los mexicanos en general, y los colimotes en particular.
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Sin dejar de tomar como referentes las gigantescas procesiones que se realizan durante la fiesta de Los Fieles Difuntos en otras comunidades más mencionadas del resto del país, en cuyos panteones se cena, se bebe, se ora, se vela y se baila, no puede uno menos que admitir que, por menos vistosa o multitudinaria que sea la visita de los colimotes vivos a cada una de estas ‘moradas’ de los muertos, también es intenso su ánimo y festivas sus miradas. Tanto que aquello que ayer fue llanto, dolor y lamentaciones, se torna hoy un paseo, motivado por el recordatorio de la madre muerta, del padre fenecido, o del ‘angelito’ que seguramente se marcho inmediatamente el cielo, porque sucumbió cuando aun no cometía un pecado.
Y como máxima manifestación de la entidad, desde el precedente Día de Todos los Santos, el Cementerio Municipal de Colima se convierte en un hervidero de gente donde, como le comentó una señora a una compañerita, ‘los muertos conviven con los vivos en armonía”. Por más que esa frase nos parezca increíble, absurda o hasta chistosa, dado que la lógica no admite esa posibilidad. Ya que si la muerte se define como la cesación de la vida, el término del hálito vital o la máxima de las transformaciones, la convivencia de muertos con vivos es una imposibilidad total.
Pero pasando por encima de todos estos raciocinios, uno descubre que lo que mueve el interés de las personas para visitar las tumbas de sus difuntos es, precisamente, el factor del recuerdo, como a su vez me lo comentó la señora Concepción Ramírez Chávez:
“Venimos aquí porque aun cuando se acuerda uno de sus seres queridos durante todo el año, o durante toda la vida, como hoy es su día se intensifica el recuerdo y les dedicas más tiempo… Yo aquí tengo enterrados a mi mamá, a mi abuelita, a unos tíos y otros familiares en dos tumbas… Las creencias que ellos mismos nos inculcaron dicen que los espíritus de los que ya se fueron este día están con uno, o vienen aquí, aunque uno no los perciba… Son creencias, costumbres de nuestra familia y de nuestra sociedad, aunque el recuerdo que alguien deja sólo dure dos o tres generaciones nada más”.


Foto 00: Como cada quien refleja lo que es, uno muy bien puede suponer que el difunto que yace aquí tuvo alma de marinero.
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El cementerio que les comento es, hasta donde esto pueda decirse de una necrópolis, un cementerio bonito, panorámico, organizado. Se compone de tres áreas muy bien definidas: la primera corresponde al pórtico doble que sirve de acceso a la preciosa calzada de 200 metros de largo, pavimentada con piedra de río, que sirve como estacionamiento, dividida por un camellón lleno de arriates cubiertos de flores, en cuya parte sur hay una hilera de palmas reales, y en cuya parte inicial tiene, cerquitas de las oficinas, un gigantesco laurel de la India, que señorea sobre los mirtos de las callejuelas del “panteón nuevo”, lo mismo que en la parte antigua señorean también algunas ceibas, varias parotas y numerosos guamúchiles de rugoso tronco de madera roja.


Foto O1: El cementerio municipal de Colima es, como la ciudad, un bello sitio arbolado.

En el centro de la parte nueva (donde sin embargo hay tumbas que fácilmente rondan los cien años), existe una especie de glorieta que se forma en el cruce de una calle principal y varias callejuelas. Ahí está, como otra que se mira al pie del laurel de la entrada, una enorme pila de agua, a donde los trabajadores del cementerio y los visitantes de las tumbas cercanas pasan a llenar sus baldes para regar las plantas y los arbolitos que adornan y dan sombra a las numerosas tumbas. Dando una prueba más de que los colimenses están enamorados de la vegetación y el verdor, y no quieren que sus muertos se olviden de ello, o dejen de disfrutar de las flores y de los árboles “sólo porque ya están fríos”.

Bajo las calzadas de los mirtos, las gentes que llevaron machete se afanan en cortar las ramas que durante el año fueron creciendo hasta oscurecer sus criptas, las lápidas o las cruces de sus respectivos túmulos. Y las que llevaron baldes hacen repetidos viajes hacia las pilas del panteón para llenarlos y proceder al aseo de sus espacios o regar sus arbolitos. En tanto que los que llevaron comida, una vez que barren y limpian sus sitios, y colocan las flores o las coronas que llevaron para homenajear a sus seres queridos, se sientan en la tumba familiar y en las de sus vecinos para compartir en ese extraño convivio, absurdo para unos, mágico para otros, los alimentos con quienes lloraron cuando fallecieron.

En algunos rostros todavía se mira la tristeza, pero en los de la mayoría ya no hay dolor, sino alegre y esperanzadora resignación, como si realmente creyeran que hoy van a rondar por ahí los espíritus de sus familiares o amigos que, por un permiso especial concedido en el más allá, habrán de venirse a dar una vuelta por su terruño querido.

Detalles todos que me llaman poderosamente la atención porque hace unas pocas décadas, cuando los cincuentones de ahora todavía éramos jóvenes o niños, no se acostumbraba en Colima el establecer altares de muertos, como sí es costumbre en los pueblos de la Meseta Tarasca, en Xochimilco y en otros pueblos del Altiplano Central, mucho menos el incorporar elementos del jálouín gringo. Costumbres y tradiciones que han penetrado y transformado ya las nuestras, que eran, en ese sentido, un tanto más sobrias, podríamos decir, en la medida de que se reducían a la limpieza inicial de la tumba y su restauración, cuando era necesaria; a la visita de los familiares y a la recitación de algún rosario y algunas jaculatorias; previa colocación de una corona de flores de papel de colores chillantes, o de un arreglo floral más selecto, y al encencido de algunas veladoras.

Hoy, pues, incorporadas ya esas costumbres por una parte de los colimotes avecindados, hemos podido ver, mucho más que en años anteriores, varios altares de muertos y no pocas enseñas propias de la parafernalia del jálouín colocadas en ciertas tumbas, junto con un horroroso conjunto de flores y coronas hechas con listones plastificados de aún más chillantes colores; pese a que la gente sabe que todo eso, más que en un bonito adorno, incurre en un proceso de contaminación del que ya no se hacen responsables, dejándoles a los camposanteros la ruda  chamba de tener que recoger y limpiar esa suciedad no-biodegradable.
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Van cinco conjuntos norteños que veo deambular o escucho tocar en el panteón. Es curioso que estando Colima en el occidente del país, y siendo, como quien dice, la verdadera cuna del mariachi (porque a Tecalitlán lo fundó el último “Alcalde Mayor de la Provincia de Colima”), aquí casi no vengan mariachis, ni tríos, ni marimbas, ni otro tipo de conjuntos, sino los de música norteña.
Junto a la glorieta del panteón, en donde están las tumbas más elegantes de los muertos profiristas, me encuentro precisamente a uno de esos conjuntos que lleva el contradictorio nombre de ‘Los Barranqueños del Sur’ (siendo conjunto norteño), originarios de Morelia, Huetamo y Zitácuaro, Mich.:
“Venemos – dicen, en su habla local- estos días a trabajar pa` cá, y andamos en las playas, en la feria [de Todos los Santos] y aquí, en el panteón. Las canciones que más nos pide la gente son: Puño de Tierra, Cruz de Madera, Vida Prestada, Las Dos Coronas y La Cruz de Olvido, que es una de las meras-meras; junto con la de Te Vas Ángel Mío”.
Misma que empieza uno a tararear, y que poéticamente dice:
‘Te vas ángel mío/ ya vas a partir/ dejando mi alma herida/ y un corazón a sufrir. / Te vas y me dejas/ un inmenso dolor/ recuerdo inolvidable/ de lo que fue tu amor”.
En otro de los espacios panteoneros, justo bajo la sombra de una de las gigantesca parotas que les comenté, se oye un saxofón quejumbroso y la voz cascada de un cantante ya viejo que entona otra popular canción, dedicada, tal vez, a un sufrido enamorado que perdió a su amada:
“Tristes lloran mis cansados párpados/ al mirar que se apagó la lámpara/ que alumbraba mi amor con grande ánimo/ mientras tú me mostrabas más cándida […] / ¡Ay de mí, que por un amor/ al que yo perdí/ ¡ay Dios mío! ¿Qué haré yo? / Quisiera morir, y no existir/ porque sin ti, qué maldito estoy…
Sigo caminando, y allá cerca de la barda norte, una familia completa escucha otra de las más viejas canciones que evocan a los muertos:
“Cuando dos almas se quieren/ por más que se alejan/ no se pueden nunca olvidar / por eso cuando yo muera/ cielito lindo, nunca me dejes de amar/ si vas al campo donde los muertos reposan ya/ lleváme flores, muchas gardenias/ y un rosal, y no me olvides nunca jamás”.
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Muy cerca de la pila central, identificables por sus carretillas y sus palas listas, viendo pasar a la incesante romería están, reposando bajo una sombra arbórea, tres de los 14 integrantes de la cuadrilla de trabajadores que laboran en el cementerio municipal, acompañados por un par de amigos. Uno de los cuales resulta ser Antonio García Díaz, trabajador jubilado y bromista, bueno para platicar:
“Yo ya estoy jubilado, pero aquí ando todos los días, haciendo coyotas: llevándole agua a las matas (las plantas), limpiando y pintando gavetas, lo que me pide la gente. Lo hago para estar activo y que no me toque muy pronto venir a quedarme aquí definitivamente.
Al principio que me jubilé, nomás no me acostumbraba a hacer nada, me iba hasta el jardín Núñez a sentarme en una banca con los de ‘La Cofradía del Pájaro Cáido’, pero como yo todavía dos-tres, mejor me volví a venir pa’cá. Donde haciendo coyotas ya por mi cuenta, me saco uno que otro peso más, para comprarme las cosas que necesito.
-          ¿Por qué creé que viene la gente este día en particular?
-          Viene para recordar a sus familiares. Sobre todo a los que antes vinieron aquí mismo junto con ellos. Para no perder la tradición, aunque luego también a ellos se les va el tiempo acabando y terminan por no venir cuando ya se enferman, hasta que luego los traen y los dejan para siempre aquí.
-          ¿Espantan en este panteón?
-          No creo. Yo he dormido muchas veces aquí, encima de aquella gaveta. Como anoche, y nunca he visto ni oído nada. Es más, el libro de mármol donde están los nombres de los difuntos me sirve de cabecera, veo las estrellas, las tumbas que me rodean, pero nada más. Todo silencio.

Sergio Cervantes Cervantes interviene en la plática y dice:
“Nosotros tenemos la creencia de que el único que se va a aparecer aquí es este vale. Duró primero 30 años trabajando de panteonero, y ya tiene tres años de jubilado, y se viene aquí todos los días, y pasa más ratos aquí que en su casa. Cuando se muera, el cabrón, va venírsenos a aparecer con su carretilla rechinando o sus baldes haciendo ruido”.
-          ¡Ja, ja!
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En muchas de las callejuelas del panteón hay mirtos que florecen tres veces al año y son, hasta donde he podido ver, los arbolitos que más abundan. Siendo tal vez por eso que un día, siendo aún muy joven, me atreví a escribir estos malos versos:
“Mi Lugar” (fragmento):
Cuando ya sobre tu faz no pueda yo pasear, / cuando mi presencia a los demás/ sea como un vómito indeseable, / se conmigo, Tierra, amable, / y llévame, para mi solaz, / al interior del seno tuyo, para descansar. / Quiero cambiar de esencia/ en el panteón arbolado, / quiero yacer enterrado/ cuando me gane la ausencia. / Quiero yacer en ti / en la calzada de los mirtos, / para trashumar de allí/ (en el perfume de sus flores)/ como aromas que se exhalan. / Quiero que sus raíces/ absorban la substancia mía, / para poder hacer un día/ (con el perfume de sus flores), / uno o dos seres felices.

Y ya que hablamos de poesía, entre las muchas tumbas que me ha tocado visitar he visto unas cuantas que sobre sus lápidas tienen también, a manera de epitafios, otros poemas. Como éste hermoso soneto dedicado a “Los Amigos”, que doña Griselda Álvarez Ponce de León, maestra, poetisa y primera mujer que gobernó uno de los estados de la federación mexicana, compuso cuando ya en su ancianidad veía cerca su fin, y quiso que su hijo Miguel lo colocara a la vista de todos:
“Esta pequeña lámpara encendida
que pese al aire fuerte no se apaga,
esta noción del tiempo que me amaga
y paso a paso urge mi partida,

esto bien puede ser: misión cumplida.
Hasta aquí. Esta lumbre que naufraga,
razonado final, forzosa paga,
no es depresión, es sólo despedida.

Cualquier luz se extingue cualquier día,
montaña de recuerdos que hoy invoco.
Me fue bien. Es intensa mi alegría

por los muchos amigos que hoy convoco.
Ellos me dieron vida y energía.
Yo me atrevo a decir que serví un poco”.

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Hacia la media mañana el tráfico peatonal cubre en un constante ir y venir todas las callejuelas y hasta la calzada más amplia del antiguo Panteón de Las Víboras, mientras que en el exterior van disminuyendo las provisiones de cempasúchiles que para esta celebración trajeron los vendedores de flores. Cempasúchiles que quizás muy pronto ya no tendrán oportunidad de competir con los fabricantes de flores artificiales hechas de listones brillantes, que, como les dije, hoy mismo ya estaban cubriendo cantidad de túmulos y lápidas por todo el extenso y bullicioso panteón.
Si uno sabe ver, y si no pasa nada más y se detiene, descubre que, tal vez igual que en otros, en este cementerio se conjugan otras artes con la muerte, pues están presentes allí la escultura y la arquitectura, y otras que tal vez podrían calificarse de artes menores, como la forja del hierro manifiesta en centenares de cruces, o como el grabado en mármol, granito y otras piedras propicias donde se estampan, en otro intento vano, según esto “para siempre”, los rasgos más generales de los difuntitos.


Foto 02: Algunas de las tumbas más antiguas tienen bellas esculturas que evidenciaban el amor y la capacidad económica de los deudos.

Pero no todos los escultores han firmado sus obras, y sólo unos cuantos se han atrevido a hacerlo: Leonilo Chávez, por ejemplo, que produjo magníficas obras a principios del siglo XX, según lo llegó a referir su hijo Jorge Chávez Carrillo, excelente pintor:
“Mi padre, Leonilo Chávez Ortiz, nacido en 1887 en un pueblo de Jalisco, era alarife, pintor, escultor y además hombre de guitarra y bohemia, muy inspirado […] Durante todos sus años de adulto fue tallador de piedras y constructor de mausoleos y edificios con fachada barroca.
Llegó a Colima […] en 1913, con un grupo de perseguidos políticos […] Un día lo contrataron para construir la tumba de los Amezcua, toda de piedra labrada. Fue una obra de larga ejecución y gustó tanto a otras [personas y] organizaciones […] que lo llamaron para que edificara sus mausoleos. Se quedó en el panteón, realizando diferentes trabajos […] de preciosa ejecución y gran inventiva […] como un relieve en mármol que representa el perfil de una niña…
Leonilo Chávez trabajó en el panteón hasta su muerte, en 1929, apenas tenía 42 años. De niño yo le llevaba el almuerzo. Llegaba con mi canastilla mirando hacia todos lados, preguntándome dónde me iba a jalar las patas un muerto. Eran los temores propios de un niño […] Con el tiempo fui venciendo los miedos y hoy el panteón de Colima es la tierra más amada, porque estoy acercándome a los míos: a mis abuelos, a mis padres, a mis hermanos, a mis amigos…”[1]



De algunos otros pocos escultores he visto sus nombres grabados también en algunas de las hermosas tallas que de repente logra uno detectar, pero como no hay rastros documentales de todos ellos ignoro de dónde fueron, cuándo nacieron, dónde esculpieron y si llegaron a crear algunas otras bellas obras más. Sin contar, de plano, los que por su propio gusto decidieron permanecer anónimos.
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Foto 04: También la arquitectura se ha hecho presente allí, como ésta cripta monumental de aspecto gótico.

Y, en cuanto al aspecto arquitectónico que indudablemente es otra de las riquezas del Cementerio Municipal que trascienden las celebraciones del Día de los Fieles Difuntos dice bien el arquitecto Roberto Huerta San Miguel, que aun cuando
“los cementerios están destinados para depositar a los muertos, los monumentos funerarios son esencialmente para el disfrute estético de los vivos, quienes con el paso de los años los convierten en el sitio sagrado de sus raíces”.[2]
Pero como todo este asunto de la arquitectura funeraria nos implicaría un largo capítulo más, concluyo mi descripción del Cementerio Municipal de Colima al filo de las 6 y media de la tarde, cuando desde lo alto de la loma que queda en la parte norte de la zona más antigua, veo que no es mucha la gente que camina allí, debido seguramente al hecho de que es en esa área de la antigua necrópolis colimota donde yacen los restos de sus primeros ocupantes. Mismos cuyas tumbas hoy se miran entre los altos y ligeros pajonales que la brisa vespertina mueve, algunas ya caídas, anónimas en su mayoría, desbaratadas por la resolana, los vientos y las tormentas que de junio a octubre llegan desde el mar.


Foto 05: En la zona más antigua del panteón hasta los nombres se les han borrado a las lápidas.

El Sol ya está por ocultarse en la cresta del Cerro de la Media Luna, que como Juan Rulfo bien lo supo, se ve también desde Comala.
No ha cesado, sin embargo, la gente de llegar, y hasta parece que la mayoría hubiese esperado la fresca de la tarde para hacer acto de presencia en el panteón, pues bajo los dos grandes pórticos de acceso es un verdadero río humano el que penetra para realizar la visita anual a sus difuntos antes de que caiga la noche, llegue la oscuridad y sea de nueva cuenta la hora en que, como más de algún paisano todavía sigue creyendo, salgan a deambular por las callejuelas del cementerio las almas que “andan en pena”.



[1] Citado por Huerta San Miguel, Roberto, en El Camposanto de Las Víboras, una historia sepultada, Secretaría de Cultura del Gobierno del Estado, 1997, p. 9-10.
[2] Ibídem, p. 88.

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CONFERENCIA DE ABELARDO AHUMADA EN EL ARCHIVO DE COLIMA

CRÓNICA EN IMÁGENES José SALAZAR AVIÑA