miércoles, 24 de agosto de 2011

Chiapa y Cuauhtémoc, bellezas inocultables


Abelardo Ahumada

El sábado 13 de agosto los integrantes de la Asociación de Cronistas de Pueblos y Ciudades de Colima sesionaron en la cabecera municipal de Cuauhtémoc y fueron recibidos por el Ing. José de Jesús Plascencia Herrera, alcalde de esa bella población enclavada entre barranquillas y cañaverales en plenas faldas del volcán.

Los Cronistas con el Presidente Municipal de Cuauhtémoc, Col.

Durante la entrevista colectiva con el presidente Plascencia, los cronistas le comentaron que durante los días 14 y 15 de octubre, aprovechando precisamente el inicio de las fiestas de San Rafael, las más famosas del pueblo, se estará verificando allí mismo, y en las ciudades de Colima y Villa de Álvarez, el Primer Coloquio de Crónica e Historia Regional, en el que se espera intervengan cronistas, historiadores y narradores de Colima, Jalisco y Michoacán que hayan escrito (o estén por escribir) algunos trabajos relativos al intenso trajín y a la enorme influencia que para la vida de la región tuvieron el Camino Real de Colima y sus ramales. Detalle que alegró al funcionario, en la medida de que sabe muy bien que su municipio era la entrada (y salida) obligada de la antigua Provincia de Colima, y de que los antiguos ranchos de San Jerónimo (donde naciera el actual Cuauhtémoc), surgieron, vivieron y se desarrollaron precisamente debido al ir y venir de los viajeros y arrieros por aquel antiguo camino. Ofreciendo todo su apoyo para sacar adelante ese evento.


Terminada la visita con el alcalde, el cronista municipal, Profr. Antonio Magaña Tejeda condujo a sus compañeros en una especie de tour por la parte más céntrica de la población, explicándoles algunos detalles que sólo él sabía: como por ejemplo, que el portal de la parte inferior del Palacio del Ayuntamiento lleva el nombre del ex gobernador Fernando Moreno Peña; quien durante su ejercicio como tal apoyó la construcción de esa parte de la alcaldía y del kiosco de la plaza principal, ambos de cantera.


Los llevó a recorrer también esa parte importantísima de todos los pueblos que es su mercado, porque los mercados reflejan siempre las penurias, las miserias o las bonanzas y modos de ser y comer de la gente que habita allí, dando señal de lo que allí se produce y consume, y de lo bien o mal que les va a sus pobladores. Pudiendo constatar nosotros, en este caso particular, que el mercadito de Cuauhtémoc refleja la limpieza y el orden que también se percibe en las calles del pueblo, tan anchas, tan rectas, tan bien diseñadas.


Pasando el auditorio municipal, construido e inaugurado en tiempos del gobernador Elías Zamora Verduzco, nativo de allí mismo, está una bonita calle cerrada que antes era un tramo de dificultosa subida, y que hoy se ha convertido en un precioso andador que por un lado tiene el bello templo de San Rafael y su muy bien cuidado jardín, y por otro el muro posterior del auditorio, que hace unos pocos meses se embelleció al consentir las autoridades municipales que Martín Torres Vega (Martorrev), famoso pintor de Jalisco, plasmara en dos grandes murales el espíritu y la cultura de los cuauhtemenses.

En el menor de los murales se muestra, como recostada al pie del volcán, una preciosa morena, representativa, seguramente, de la madre tierra, cuyas faldas de manta son continuación de las del volcán, a cuyo pie se yerguen tanto una imagen frontal del edificio del ayuntamiento como las chimeneas del ingenio de Quesería. Y más abajo, sobre las piernas semidobladas de la mujer, que evidentemente simulan los lomeríos de Cuauhtémoc, aparece la figura del arcángel  San Rafael, cobijando con sus alas protectoras a los niñitos del pueblo. Por otra parte, en la mayor de las dos pinturas la composición nos muestra a otra mujer enorme, volando o flotando como una nube. La mujer no es tan bella como la anterior pero parece representar la actualidad del municipio con dos rostros más, menos notorios, que tiene detrás del suyo, y que parece que así como la anteceden, la estuvieran aconsejando también, y que reflejan, si no me equivoco, el espíritu libertario del padre Hidalgo, y la defensa de la tierra hecha por el caudillo Zapata.

Sobre las faldas y los pies de la gigantesca mujer flotante, el pintor, ingenioso y creativo como sabe ser, colocó una procesión y una cabalgata, reflejando sin duda alguna el origen religioso de las fiestas del pueblo, y el vértice laico y alegre de la famosa “Entrada de la Música”. Todo ello, como les dije, frente al marco bellísimo del jardín y del templo de San Rafael. Jardín, por cierto, en el que vimos, sentado en una banca de fierro, a un anciano apacible, sin saber, hasta que Toño Magaña nos dijo, que él es el artífice del rincón florido . Donde se pasa diariamente horas enteras sin detenerse a pensar si ya concluyó su horario de trabajo, o si es domingo o día de fiesta. Un hombre, pues, ante el que hay que quitarse el sombrero.


Después de visitar la parroquia y el que con toda seguridad es también uno de los curatos más bonito de toda la diócesis colimota, nos dirigimos al Centro Cultural Cuauhtémoc, antigua casona expropiada a los propietarios de la hacienda de Buenavista, y en la que don Lázaro Cárdenas promoviera en sus tiempos de poder una escuela para el pueblo. Allí, en el patio, al pie y junto a casi todos los costados de las pilastras que soportan los techos de los cuatro corredores, existe un gran cúmulo de piedras prehispánicas labradas que el cronista fue coleccionando y que él nos dice son “piedras que hablan”, porque reflejan, como los murales descritos, los modos de ser, creer y pensar de quienes habitaron el área hasta antes de que llegaran los conquistadores.


Al finalizar esta exposición fuimos a una casa, situada frente al jardín principal, propiedad de uno de los “famosos Velasco de Cuauhtémoc”, que nos refleja, con su alto y enorme zaguán, el piso empedrado y enladrillado de su entrada, los corredores y las grandes habitaciones del interior, y  su corral con noria y restos de un pesebre, “cómo eran las casas típicas de antes”.

Después de disfrutar el tour, abordamos los respectivos vehículos y nos trasladamos hasta la ex hacienda de Chiapa, para realizar propiamente nuestra asamblea mensual. Cuyos detalles no tiene caso mencionar aquí.


Fuimos recibidos por la guapa señora Gabriela Ochoa, administradora del casco de la ex hacienda, convertido hoy en un espacio propio para hacer fiestas, exposiciones y reuniones de trabajo. En los muros situados en ambos costados del zaguán existen dos grandes árboles genealógicos referidos a las dos familias que sucesivamente han sido las propietarias de la ex hacienda: la fundada por don Manuel Álvarez Zamora, ex jefe político del Territorio de Colima, y primer gobernador del Estado, que se remite allí hasta su bisnieta Griselda Álvarez Ponce de León, quien correteó en su infancia (y hasta sus quince años) por esos elegantes pasillos. Y la familia Peralta, que se remite hasta Jorge Peralta Cabrera, su actual propietario, y quien tuvo que invertir, a lo largo de ya casi 20 años, una gran cantidad de dinero sacado de su bolsa, para rescatar de situación ruinosa en que se hallaba esta preciosidad que vemos hoy.
Nos tocó sesionar en lo que fue el comedor de la hacienda, teniendo por un lado el panorama de la huerta de cafetos visto desde la ventana de reja, y teniendo por otro la vista al patio central de esta joya de la arquitectura colimota que todos los paisanos deberían tratar de conocer. Todo esto antes de que concluyera nuestra jornada con un verdadero banquete en uno de los corredores del edificio.

martes, 23 de agosto de 2011

Breve recorrido por Canatlán de las Manzanas


Abelardo Ahumada

¿Ha probado usted las manzanas de Canatlán? – Casi estoy seguro que sí, pero me supongo que no lo sabe.
Canatlán, Durango, es uno de los municipios productores de manzanas más famosos del país. Y desde sus bonitas huertas llegan a nuestra región varios camiones cargados con ellas al año, o transformadas, por supuesto, en los jugos y néctares que procesan algunas de las marcas más renombradas.


1.  Durante los últimos días de julio comienzan a cortarse las primeras manzanas. En septiembre se hace toda una feria regional allí.

Produce también perones de los que desde hace décadas se exhiben y se consumen en nuestra Feria de Todos los Santos y, por eso, sabiendo que estábamos muy cerca de allí, no podíamos desaprovechar la oportunidad de visitar el área.
Considerando, pues, que la clausura del Congreso Nacional de Cronistas era el sábado 30 de julio, decidimos permanecer un día más en Durango y trasladarnos la mañana del domingo 31 hasta la cabecera del municipio de Canatlán.  A donde llegamos después de 68 kilómetros de manejar por la carretera de Parral.

La primera parte del paisaje soleado y muy extendido que nos tocó ir viendo apenas comenzaba a mostrar un fino pelillo verde en el piso, que denotaba la caída de las primeras lluvias una semana antes. Pero esa mínima capa de verdor contribuía grandemente a embellecer los terrenos que durante la mayor parte del año se miran secos.

Pasamos, en primer término, junto al set cinematográfico de la Villa del Oeste, que junto con los demás cronistas habíamos visitado la noche anterior, y luego, enfilándonos por una amplia carretera que en algunos tramos ya casi es autopista, nos adentramos en una extensa llanura amurallada por el noroeste por una hermosa serranía; hasta pasar, en un segundo término, por la parte media de un poblado insignificante de casas cúbicas de adobe, muchas de ellas aparentemente vacías y abandonadas (señal de que ahí no hay trabajo), que no tendría ningún sentido que mencionara siquiera, de no ser porque lleva el nombre de Juan Bautista Ceballos, famosísimo abogado duranguense que hacia 1845 estuvo litigando en Colima, y que, después de haber sido gobernador de su estado, presidente de la Suprema Corte, e incluso presidente sustituto de la República, en enero de 1856 fue requerido por nuestros tatarabuelos para que los representara en el Congreso Constituyente que muy pronto iniciaría sesiones.

Un poquito más delante del poblado que acabo de mencionar, el paisaje cambió de súbito merced a un lago artificial que se formó años atrás con la construcción de la presa Peña del Águila, y que le dio a ese otrora rudo paisaje una nota de color y hermosura muy digna de ver.

Desde allí hasta las primeras huertas de manzana y perón ya no fueron tantos kilómetros. Comenzamos a transcurrir entonces por una carretera recta bordeada en unos tramos de álamos imponentes, o de manzanos, perales y durazneros en plena producción.


2.  En la década de los 50as ésta fue una exitosa escuela técnica agropecuaria donde trabajó gente de Colima.

Llegamos a un crucero arbolado en donde existe una bonita escuela normal rural (J. Guadalupe Aguilera) y donde pudimos ver a un grupo de adolescentes sacando a vender las primeras (sabrosísimas) manzanas de la temporada, y doblamos a la izquierda, pasando por el pueblo de Santa Lucía, que de no ser porque está rodeado de huertas no dudaría en calificar como un pueblo feyito.


3.  Canatlán de las Manzanas, pequeña ciudad de un municipio casi tan extenso como el estado de Colima.

La entrada a Canatlán de las Manzanas (que ésa es la denominación popular que se le da a la pequeña ciudad) se ha modernizado mucho. Pero el centro y la mayor parte de sus antiguas calles denotan los viejos modos de construir, en los que la idea de tener una casa bonita, o no estaba en la mente de nadie, o no se consideraba una necesidad.
Visitamos allí a unos familiares muy queridos de mi mujer, quien dicho aquí entre nos, nació en ese mismo pueblo, aunque desde muy chica se la trajeron a vivir a Comala.

Mientras estábamos de visita, y sus primas hermanas nos preparaban unas quesadillas con tortillas de harina hechas a mano, rellenas con queso menonita de Nuevo Ideal y sabrosas rajas de chile California, uno de los primos varones me regaló el libro Crónicas y Leyendas Regionales del Canatlán, escrito por los cronistas Luis César Carbajal Aréchiga (+), y Ricardo Carrera Gracia. Libro del que pude entresacar algunos interesantes datos referidos al origen indígena (tepehuano) del pueblo; a su transformación en la misión franciscana de San Diego Canatlán, en 1620; a la fundación de la extensísima hacienda La Sauceda; a la instalación de un aserradero que más tarde dio origen al pueblo de Nuevo Ideal; a la construcción de tres presas en la cañada de Caboraca (dos de ellas arrasadas por las crecientes hace muchos años), y la última inaugurada por Carlos Salinas de Gortari en una fecha más o menos reciente. Presas que en diferentes tiempos contribuyeron para irrigar los manzanares, y que a la fecha han propiciado en su ribera la edificación de cabañas campestres que, sin embargo, por el momento no son muy utilizadas, debido a que un grupo de narcotraficantes se asentó en la región y anduvo propiciando muertes y secuestros que asustaron a sus propietarios.


4.  Hermoso paraje junto al río La Sauceda, de intensas y limpias aguas azules. Dicen que por ahí (o muy cerca) anduvo Doroteo Arango en su juventud.

No obstante lo anterior, y porque según los primos de mi mujer, ya hace diez semana hay una especie de tregua entre las bandas en pugna, pudimos ir a pasar un muy bonito día de campo en un paraje verdaderamente espectacular, en la orilla del rio La Sauceda, justo al borde de las ruinas de la segunda presa que destruyó la creciente de 1936, y a poquito menos de un kilómetro de la cortina de la presa Caboraca. Enmarcado todo ese agreste pero muy bello paisaje con los escarpados picos de la sierra que ya nombré.
Ya por la tarde, Felipe García Alvarado, otro de los primos de Olga, me llevó a conocer la antigua capilla que construyeron los misioneros jesuitas en lo que hoy se conoce como el Canatlán Viejo, y a cortar una reja de manzanas en una muy bien cuidada huerta, cuyas ramas más bajas, pesadas de tantos racimos, colgaban apenas a un medio metro del suelo.

Ir hasta allá y no traer ni siquiera un kilo de queso original menonita hubiera sido un pecado completo. De ahí que, una vez echada en la cajuela la reja cargada de manzanas, nos fuimos a buscar un expendio de queso y nos trajimos tres kilos para obsequiarle al menos uno a cada una de nuestras mamás. Que gracias a Dios todavía viven.


5.  La presa de Caboraca. No obstante estar casi vacía, reposa en el fondo de una cañada de belleza espectacular.

Un dato que no quiero dejar de mencionar es que este municipio duranguense era, hasta enero de 1989, casi una vez y media más extenso que todo el estado de Colima, y que ahora, pese a que en ese año le quitaron más de 2 mil kilómetros cuadrados para formar el municipio de Nuevo Ideal, todavía es más grande que 9 de nuestros municipios juntos (exceptuando una parte de Manzanillo), aunque su población apenas rebasa los 35 mil habitantes, y en casi la mitad de sus casi 4 mil 700 kilómetros cuadrados no vive prácticamente nadie.

Otro de los detalles que vi en su página municipal, es que muy cerca de allí, junto a un poblado que denominan Pozole, existe un balneario que curiosa y coincidentemente nombran Colima, pero que no tuve oportunidad de visitar.


6.  Los manzanares reclaman intensos cuidados durante una buena parte del año. Y fructifican durante casi todo agosto y septiembre.

Al salir del manzanar con mi reja llena jugosas frutas, vi que eran las 8 p. m., y sentí que mi reloj biológico estaba un tanto averiado porque mientras mi cuerpo tenía la impresión de que ya debería estar a oscuras, allá parecía ser apenas la media tarde. En efecto, a las 9 de la “noche” el cielo todavía estaba azul y el sol brillaba aún sobre los cerros. De manera pues que, impulsados por la claridad reinante, permanecimos en Canatlán hasta las 21:10 y emprendimos el viaje de retorno hasta Durango con las últimas luces de aquel bonito día.
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domingo, 14 de agosto de 2011

Una visita al Valle del Guadiana

Domingo 7 de agosto de 2011

Abelardo Ahumada

México es un país con variadas y hermosas regiones geográficas, aunque algunas de ellas sean más inhóspitas que otras, y por lo mismo, menos pobladas.

Durante la última semana del mes de julio, ocho integrantes de la Asociación de Cronistas de Pueblos y Ciudades del Estado de Colima tuvimos la oportunidad de trasladarnos a las dilatadas llanuras del norte de nuestro país, para participar en el XXXIV Congreso de la Asociación Nacional de Cronistas de Ciudades Mexicanas, que se verificó del 27 al 30 del mencionado mes en la ciudad de Durango, Dgo., enclavada en el oeste del muy fértil y extenso Valle del Río Guadiana, en la entidad que antiguamente se conoció como la Provincia de Nueva Vizcaya.

Este redactor ya había estado dos veces de visita en dicha ciudad: una en octubre de 1967, y otra en agosto de 1994, ambas yendo en autobús; pero soñaba esta vez con poder viajar manejando para poder detenerse a observar los puntos que le parecieran más interesantes y bellos, y tomar algunas fotografías que les pudiera luego aquí compartir a nuestros lectores.

Me programé, pues, para viajar en auto pese a recibir desalentadores consejos y noticias en contra, en las que se me decía que estaría exponiendo a mis acompañantes (mi esposa y un hijo) a que nos asaltaran o hasta que nos balearan los delincuentes que, según ellos, asolan las carreteras de aquel estado. Persistí, sin embargo, sobre la idea, y ahora debo decir con gusto, en descargo de los duranguenses, que no sólo no vimos ningún incidente negativo durante los seis días que permanecimos en su capital, sino que nos atendieron maravillosamente, y lo mismo nos fue durante los recorridos de ida y vuelta que tuvimos que hacer.

Hicimos la ida en jornada doble, pernoctando por aquello de las dudas en Zacatecas. Pero desde allí salimos a las 8:30 horas y a las 12:20 exactas trastumbamos una pequeña serranía y comenzamos a ver una parte de las 70 mil hectáreas de que consta el legendario Valle del Guadiana.

Antes de llegar allá, sin embargo, pasamos por un lado de Fresnillo, Zac., donde comenzamos a ver las dilatadas, atemorizantes y ciertamente muy hermosas llanuras del norte, bordeadas en la lejanía por los que parecen ser diminutos cerros azules. Pasamos también por el pueblo de Río Florido, gran productor de uvas, donde venden las bolsas de a kilo en la carretera a sólo 10 pesos. Seguimos después, por un territorio cada vez más seco y desolado hasta llegar al pueblo minero de Sombrerete, enclavado en parte en una hondonada ligeramente húmeda, pero encaramado en otra sobre unos cerros pelones de pura roca viva coloreada de minerales.

Al rato, ya casi en Durango, pasamos por la Sierra de Órganos, una sierra paisajera de vegetación pinácea de reducidas proporciones, y un poco después de las 11 entramos a un bonito pueblo duranguense que, tal vez por ser un verdadero oasis, algún fraile sediento de los que anduvieron evangelizando a los indios nómadas de aquella región, bautizó como Nombre de Dios.

01.- La avenida 20 de Noviembre, la principal y una de las más hermosas de Durango.

A las 12:30 ya estábamos en plena ciudad. Cubierta ahora con muchas, muy amplias y muy modernas avenidas. Inmediatamente noté que desde la última ocasión en que estuve allí los sucesivos gobiernos estatales y municipales, y no pocos inversionistas particulares han invertido considerables sumas de dinero para modernizar y hermosear la ciudad y su centro histórico, que está lleno de joyas arquitectónicas de la época colonial y de los siglos XVIII y XIX.

Derivado precisamente de esto último, uno de los cronistas duranguenses con los que nos tocó platicar, nos dijo que en el 2010 el corazón de su ciudad fue declarado por la UNESCO Patrimonio Cultural de la Humanidad. Declaración que me pareció válida en todos los sentidos, según todo lo que pudimos apreciar durante nuestra permanencia allá.

La Catedral es una verdadera obra de arte y, a la par, una de las más grandes iglesias del norte de nuestro país. Y todo eso se entiende también debido a que Durango es la ciudad colonial más antigua de toda aquella vasta y semidespoblada región, en la que a veces tiene uno que recorrer decenas de kilómetros para encontrar un solo ranchito perdido como quien dice en las aparentemente infinitas llanuras.

Las calles principales del centro (a las que vimos pletóricas de gente tranquila, relajada, sin miedo, caminando incluso en altas horas de las noches) son una preciosidad, puesto que están llenas de edificios elegantes, bien hechos, que fueron construidos como para presumir. La mayor parte de ellos parecen haber sido erigidos con bloques de cantera rosa, blanca y gris. Se nota que hubo muchísimo dinero cuando fueron construidos, y ahora, iluminados como están por las noches, mediante luces que resaltan sus fachadas, son una delicia para contemplar.

No voy a referirme aquí a los detalles del Congreso Nacional de Cronistas al que asistimos, porque tal vez a nuestros lectores les pudiesen interesar más las descripciones que pudiera seguir haciendo de Durango y sus alrededores. Pero sería un mal agradecido si no dijera (y si no reconociera en público) que los organizadores del congreso se sacaron un diez de calificación, y que nos trataron como a visitantes distinguidos, llevándonos a conocer sus mejores y más bonitos lugares, y ofreciéndonos verdaderos banquetes en las cenas y comidas que nos brindaron.

02.- Cronistas de Ojo Caliente, Zac., Iguala, Gro. y Cuauhtémoc, Col., portando sus sombreros típicos.

Sesionamos casi todo un día en el viejo casco de la ex hacienda de La Ferrería (en cuyos hornos de llevó a cabo la primera fundición de acero que se realizó en México, según nos lo comentó el gobernador de allá durante la hora en que estuvo acompañándonos), y el segundo día en el flamante Centro de Convenciones del Gobierno del Estado. Hubo dos grandes mesas de trabajo: una dedicada a las Crónicas Villistas que produjeron muchos compañeros de todo el país, y otra, mayor, con 52 trabajos expuestos, sobre Usos, Costumbres y Tradiciones de Nuestros Pueblos, que me tocó dirigir.
Allí, obligado a reseñar los 52 trabajos, estuve atentísimo a las exposiciones de los compañeros, y muchas veces volví a asombrarme con todo lo nuevo, desconocido y diferente que pueden ser para cada uno de nosotros las costumbres que se practican en otras regiones de nuestro país en cosas tan cotidianas como nacer, morir, casarse, cocinar, fabricar un dulce, un remedio o robarse incluso a la novia.

03.- He aquí la delegación de Colima, pero nos mocharon a Juan Delgado al tomarnos la foto.

En una de las comidas gozamos con las Voces Juveniles de Durango, que nos deleitaron entonando canciones bravías y de amor de todo el país. Al finalizar otra, los autobuses nos transportaron a las inmediaciones de uno de los dos pequeños cerros que están junto a la ciudad (el de Los Remedios, porque el otro se llama Del Mercado, en donde antes estuvo una rica mina de hierro a cielo abierto). Subimos a pie por una larga escalinata y trepamos después a los carros colgantes de un muy moderno teleférico que nos llevó, viendo ya las primeras luces de aquella noche, hasta la cima del cerro, en donde hay un excelente mirador y una bonita capilla dedicada a la Virgen de los Remedios.

04.- La ciudad de Durango vista desde el mirador del cerro de Los Remedios.

Allí cenamos, bajo unos toldos, a la luz de la luna y con la ciudad a nuestros pies. Otros cantantes nos deleitaron con melodías de los setentas y un profesor, caracterizando al Centauro del Norte, desplegó un interesante monólogo sobre la vida de Pancho Villa, yendo y viniendo entre las mesas a media luz, y con los casi 300 comensales guardando impresionante silencio, impactados por el hilo de la narración, la potente voz y los ademanes del actor.

05.- Es curiosa la coincidencia: al igual que en Colima, en Durango existe otro “Andador Constitución”.

Al concluir las actividades del último día, ya casi al anochecer, los organizadores nos dieron una sorpresa más: nos llevaron en los mismos autobuses hacia el desierto, como yendo al norte por la carretera que va hasta Parral, Chih., y nos introdujeron en un set cinematográfico que se llama Villa del Oeste, en el que se han producido, desde los tiempos del famosísimo JohnWayne, más de 50 películas de vaqueros.

06.-  La Villa del Oeste, en el desierto duranguense.

Al entrar, ya casi desaparecido el sol, por el callejoncito de tierra a la Villa del Oeste, sentí (y creo  muy parecido han de haber sentido todos los que íbamos) que habíamos viajado a través del tiempo para situarnos en un verdadero pueblo del lejano oeste, con su única calle terrosa, con su cantina obligada, su cárcel, la iglesita, once o diez casas, los portales de madera, las atarjeas para el ganado y los ataderos para los caballos.

Una compañía de actores más o menos improvisados representó ante nosotros una obrita cómica en la que hubo indios, sheriffes, coristas, caballos, ladrones de bancos y balazos. Luego nos ofrecieron mezcal duranguense en varias presentaciones; una degustación de burritos, gorditas y flautas. Terminando todo con un gran baile norteño a las 22 horas, cuando nos comenzamos a dar los abrazos tristes de las despedidas.

miércoles, 10 de agosto de 2011

Los Apaches, costumbre y tradición de mi pueblo Santiago Tecomán.


INTRODUCCION
El municipio de Tecomán se encuentra en el sur del estado, en unión de 9 municipios más conformamos el Estado Libre y Soberano de Colima. Es uno de los tres municipios costeros  de la entidad y tiene como límites hacia el oriente al Estado de Michoacán, al Sur con el Océano Pacífico y al Poniente con el municipio de Armería.

Aquí se formó la primera Puebla Española con su cabildo correspondiente. En el año de 1523 ocurrió la conquista del antiguo señorío de Colliman por el Capitán Gonzalo de Sandoval y este pasado 25 de julio se cumplió el 488 aniversario de la fundación del Villa Vieja.

El tiempo transcurrió, y así, llegamos en un gran salto al Siglo XIX cuando el Pueblo Santiago Tecomán, establecido como una república de indios instaurado con una autoridad local y que por más de 300 años  tuvo muchas dificultades con motivo de la posesión de sus tierras con sus vecinos de la república de indios Ixtlahuacán de los Santos Reyes; problemas que se resolvieron con el llamado reparto indígena que ocurrió a finales de este siglo. Habrá que comentar que el patrón del pueblo es Santo Santiago y que después de la conquista la única parroquia estuvo dedicada y celebrada a dicho santo.

En la villa vieja, que se le llamó posteriormente San Francisco Caxitlán, su parroquia fue dedicada a la virgen de la Candelaria y su imagen fue traída desde España a mitad del siglo XVI, según consta en la fecha indicada en uno de sus ojos. La celebración a la Virgen de la Candelaria transcurrió hasta la primera década de 1800, cuando después de temblores e incendios se ocasionó el despoblamiento  de este asiento español que fue trasladado a un pueblo nuevo llamado Valenzuela casi 2 km al Sur y cercano al pueblo de indios de Tecomán. Medio siglo después Valenzuela fue abandonado tras la muerte del cura y por una supuesta maldición de éste último que tuvo como efecto el traslado de sus habitantes al cercano pueblo de Tecomán.

Así es como llega la Vírgen de la Candelaria a  mitad de este siglo XIX acompañada de la veneración de los descendientes de los españoles a la pequeña capilla dedicada al Santo Patrón del pueblo indígena de Tecomán llamado Santiago.
Progresivamente aumenta la devoción a la Virgen y las manifestaciones de la costumbre ancestral indígena se vuelcan hacia ella en forma de festividad con fecha del 2 de febrero, peregrinaciones, velación, andas y desde luego danzas y música. Mientras que el 25 de julio pasa a ser conmemorado como fecha fundacional de la primera villa de Colima con pocas festividades religiosas en honor a Santo Santiago y con mas alcances profanos de fiesta y de recuerdo.

ORIGEN DE LOS APACHES
Con este marco de referencia nos alcanza la década de los treintas y la llegada al valle de un nuevo sistema productivo de productos agrícolas y la consiguiente llegada de mano de obra de muchos lugares y el crecimiento económico y poblacional. Aquí llega un personaje que con el bagaje cultural de la región y de su familia en lo particular, dedica su trabajo a favor de la celebración del 2 de febrero, me refiero a Don Daniel Reyes Vargas, quien nos refirió que desde sus abuelos su familia se dedicaba a las danzas  y al llegar a Tecomán dedica sus esfuerzos  a consolidar un grupo que permitiera una gran celebración para la Virgen de la Candelaria, me refiero a los Apaches de Tecomán, objeto de este trabajo y orgullo de la región.

Por referencia de Don Daniel nos narró que su abuelo  Bernardo y su tío abuelo  Wenceslao Reyes, habían formado desde 1870 un grupo de danza autóctona de la región a quienes por su fiereza de danzas guerrera la misma gente denominó Apaches, no teniendo nada que ver con ese grupo étnico del norte de América, solo el nombre es común.
Heredando la encomienda familiar y el gusto por la danza, el señor Daniel reyes prosigue en Tecomán  dándo continuidad y un buen seguimiento al trabajo familiar, que como toda tradición ancestral es adicional a sus trabajos del campo y de forma totalmente gratuita, siendo formativa para muchas generaciones de jóvenes que han encontrado en la danza su razón de resistir a las adversidades de la vida.

Daniel cuida celosamente la tradición de sus abuelos que se le había heredado, pues ese grupo  representa también una historia oculta del tiempo prehispánico y de la conquista y la llegada de los españoles, dando testimonio del cambio violento de la vida y las costumbres de una raza conquistada a fuego y sangre.

Escondiéndose en una serie de más de 165 sones encontramos una historia preservada como testimonio activo de nuestra conformación como pueblo, se encuentran expresados casi todos los temas posibles los sones de burla, arremedo, amoríos, religiosos y de batalla. Esta danza es considerada a nivel nacional como la que mayor diversidad tiene en su repertorio musical instrumentada como es costumbre por tambor y flauta, denominándose al maestro Pitero Mayor.

El 29 de agosto de 1932 nace nuestro personaje impulsor de la Danza Apache, hijo de Don Arnulfo Reyes y de la señora Natalia Vargas. Desde pequeño se incorpora a la danza y con el tiempo se convierte en su Pitero Mayor a la muerte de su padre.

Don Daniel continua con su herencia y se considera como el pitero principal en el estado de Colima, acrecienta la presencia de su danza no solo en Santo Santiago, sino en todo el municipio y sus cercanías. Al paso del tiempo y al final de su vida ocurrida el 15 de diciembre del año 2005, la mayor oportunidad la vio se lograrse  al presentarse  la Danza apache en el palacio de Bellas Artes, fue la cúspide de su esfuerzo sin igual, tomemos en cuenta que Daniel Reyes no tuvo estudios escolares, nunca supo leer ni escribir. Tenía el conocimiento aprendido por la oralidad, la costumbre y la tradición.

La danza prosiguió su camino ya que Daniel Reyes celoso de su tradición pero calibrando el futuro preparó a sus hijos a tan grande responsabilidad de preservar y difundir su mensaje y el grupo de danza y música se consolidó desde hace una década como uno de los principales promotores de la cultura tecomense, su difusión local y nacional difunde y rescata nuestras tradiciones y a nivel internacional uno de los cuadros del Ballet Internacional del Ballet de la Universidad de Colima es propiamente la Danza Apache, se ha presentado en una veintena de países de América, Europa y Asia.

PERSPECTIVAS
Recientemente y en el marco del 141 aniversario de la Danza Apache en Tecomán, las autoridades municipales rindieron un merecido homenaje postmortem a Don Daniel Reyes Vargas, quien por muchos años entregó su corazón y pasión a su encomienda de difundir nuestra cultura. En el homenaje se hicieron presentes organizaciones hermanas como la danza de la Virgen del Rosario de Madrid, Colima, la danza Apache de Cofradía de Morelos y la danza India de Caxitlán.
Con una membrecía de más de 150 integrantes y casi tres centenas de jóvenes que pasaron por esta institución, se perfila ,con el esfuerzo de Daniel, Ezequiel y Noé Ernesto Reyes Rodríguez , como una organización cultural que prosigue representando no solo al municipio sino al estado mismo en los eventos culturales nacionales como los juegos culturales anuales “Ricardo Flores Magón” que se han llevado a cabo en Oaxtepec, Morelos, de donde se han obtenido los primeros lugares de forma sostenida, no solo por la calidad interpretativa sino por el propio valor cultural.
Ezequiel reyes Rodríguez tuvo la fortuna de entregarle a su padre Daniel la cantidad de 9 primeros lugares en esta justa mencionada, que gran satisfacción y con ella la renovación de una tradición que está ligada al pueblo, a sus costumbres y sus valores.

Actualmente la danza Apache lleva sus conocimientos a escuelas preprimarias, primarias y de nivel medio superior  y profesional. De la misma forma lo hacen en poblados del municipio, otros municipios y otros estado de la república mexicana, esto lo logran a través de cursos de verano, congresos  a través de las asociaciones nacionales de danza, actualmente se cuenta con grupos en Tijuana, San luís Potosí, Quintana Roo, Estado de México y en la misma Escuela Nacional de Bellas Artes.

No quisiera terminar esta crónica sin compartir la experiencia de escuchar su presencia y ruego su atención para un par de minutos de escuchar a esta institución de Tecomán.
Muchas Gracias.

Durango, Dgo.,  a 28 de julio de 2011.



Trabajo presentado en la Reunión Nacional de la ANACCIM por José Salazar Aviña, Excronista de Tecomán.

Zacatecas al atardecer


Abelardo Ahumada

El 26 de julio tuve oportunidad de estar toda una tarde en Zacatecas y pasar una noche allí antes de continuar un viaje a Durango. Zacatecas siempre me ha sorprendido y cada vez que voy, aunque ya la conozca en buena parte, no deja de llamar mi atención hacia antiguos elementos suyos que, sin embargo me parecen nuevos en la medida de que, una de dos, o no me había percatado de ellos, o sólo los había visto desde un solo ángulo o demasiado aprisa.

Llegamos allí hacia las dos y media de la tarde después de haber salido de Colima un poco después de las 7 a.m. y de manejar 560 kilómetros, atravesando por autopista todo Jalisco, todo Aguascalientes y una porción del reseco paisaje zacatecano.

Desde que dejamos atrás la región de Los Altos y nos introdujimos al territorio hidrocálido pudimos observar que no había caído una sola gota de lluvia allí, notándose la tierra árida, pedregosa, con sólo unos cuantos chaparrales espinosos aportando un poco de vida vegetal en aquellos paisajes desolados.

Atravesamos la ciudad de Aguascalientes con la sensación de que su conocido nombre sólo es evocador de un pasado que no volverá y tras considerar que debe ser una población sedienta, pues ni un solo arroyito pudimos ver al atravesarla. Teniendo presente el interrogante de cómo le habrán de hacer las autoridades para saciar la sed de los ciudadanos y la demanda de agua de sus numerosas industrias.

Un poco más allá de la ciudad, sin embargo, entramos a una zona fértil, nutrida por algún sistema de riego, en la que sin embargo ya no existen más los viñedos que antes dominaban el paisaje.

Continuamos por una nueva autopista que sigue poco más o menos en paralelo el trazo que tuvo el Camino Real del Norte (que llegaba hasta Las Cruces, Nuevo México), y nos volvimos a quedar admirados de cómo pudieron los antiguos arrieros, los ejércitos y el propio presidente Benito Juárez transitar por aquellas extensísimas soledades cubiertas de roca desnuda y tierras pobrísimas en las que durante decenas de kilómetros no se ve una nota verde, ni señal de que pudiese existir un mínimo ojo de agua.

Hacia las 2 p.m. pasamos por Guadalupe, ciudad con vocación minera. Siete kilómetros más y la carretera se convirtió en bulevar aproximándonos hacia la zona céntrica de Zacatecas, a donde penetramos bajo un cielo intensamente azul en el que allá muy lejos, pegadas casi con la línea del horizonte, estaban unas nubes grises que más tarde llegarían allí.

01.- Fuente dedicada al capitán Juan de Tolosa, quien descubrió en 1540 las vetas de plata que dieron sustento y fama a la ciudad.

Las calles y las avenidas de Zacatecas son torcidas, sinuosas, suben y bajan conforme el suelo del mineral se los fue determinando a sus constructores. Sinuosas y torcidas, dije, pero elegantes, bonitas, como para presumir a quien tenga las ganas de transitar por ellas. Pues no sólo están bordeadas por aceras limpias de piedra laja, sino que las adornan numerosos edificios que, transformados hoy en hoteles, bares, restaurantes, galerías, cafés, museos y otros espacios destinados al turismo, son verdaderos monumentos coloniales que se suman a sus bellísimos y espectaculares templos, al acueducto, a los teatros, a la catedral, a los ex conventos, a las escuelas, al gran mercado y, por supuesto, a los palacios oficiales; pero predominando siempre el majestuoso cerro de La Bufa con su mirador lleno de arcos, con su teleférico, su estación meteorológica porfiriana y con los preciosos monumentos ecuestres del Centauro del Norte y del Gral. Felipe Ángeles.

Dejamos estacionado el auto en cualquier calle y nos fuimos a recorrer la ciudad a pie, para buscar, de paso, un hotelito o un hostal en el cual pernoctar. Tuvimos suerte pues, siendo temporada alta de turismo conseguimos una recámara en un hotel mínimo apenas una cuadra al norte de catedral y, ya depositadas las maletas, salimos a comer a sólo cincuenta metros de allí, por la misma acera, en la planta alta de una casona colonial donde quién sabe cuántas generaciones de españoles primero, y de criollos y de mestizos después habrán vivido a sus anchas o a sus angostas; según haya sido su suerte.

02.- La avenida Hidalgo con la extraordinaria catedral al fondo.

Un cantante ya viejo pero de bien timbrada voz y no muy buen destino, estaba amenizando la comida, contratado por el restaurante. Se acercó a nosotros en algún momento, nos preguntó por nuestros lugar de procedencia y, sabiéndolo, nos dijo, con la cara alegre, que algunos meses de sus juventud estuvo trabajando acá, en Colima, trabajando con alguno de los tríos que había entonces y que recordaba a Los Canta-recio; pero ya no nos dijo más porque comenzó a interpretar La Hiedra, que se solicité: “Pasaron desde aquel ayer, ya tantos años...

En eso comenzó a lloviznar, y el viejo cantante hizo fiesta al concluir la canción, diciendo que Dios se había apiadado finalmente de Zacatecas, enviándole la primera lluvia, aunque ésta duró apenas unos ocho minutos.

Salimos después de los postres. Mis acompañantes subieron al techo de un autobús turístico y yo me fui a dormir un rato para compensar la madrugada y las horas de manejo. Volvió a llover, pero ahora con más ganas. Corrió el agua por las empedradas calles, se limpió aún más la cristalina atmósfera, y a la media hora, cuando faltaba un poquito para las seis, ya sólo quedaba en el aire el olor balsámico de la tierra recién mojada.

Cientos, tal vez miles de turistas deambulaban por la zona céntrica de la ciudad señorial, compartiendo espacios con los amables zacatecanos. En las gigantescas graderías frente al teatro unos payasos callejeros tenían montado su show y a unos doscientos espectadores festejándoles sus ocurrencias.


03.- El teatro callejero popular es uno de los atractivos de la ciudad minera.

Jóvenes disfrazados de diablos, monjes, monjas, duques, caballeros, damas, espadachines y mineros de porte antiguo se mezclaban entre la gente para ofrecerles recorridos nocturnos por las callejas y callejones donde, según ellos, ocurrieron nefastos acontecimientos que hoy son leyendas o historias tenebrosas de la ciudad; pero nos negamos a seguirlos y continuamos andando por la avenida Hidalgo, gozando con la contemplación de las hermosas fachadas de los edificios y, ¿para qué mentir?, también de las hermosas muchachas que, turistas o no, iban embelleciendo las banquetas de piedra.



El paseo nos llevó primero hasta La Alameda, un bonito lugar con pisos, bardas, bancas y fuentes hechos de cantera rosa, pero que por la reciente lluvia parecía ser anaranjada, en el que con sumo cuidado y grandes trabajos los jardineros han sabido mantener un parque de singular hermosura, aunque sólo se miren en él apenas unas cuatro variedades arbóreas y flores de un par de especies, pero artísticamente ubicadas, formando setos o líneas de división en las secciones del parque.


04.- Hermoso templo gótico dedicado a Nuestra Señora de Fátima.

Desde allí, poco antes del anochecer, subiendo lomas pavimentadas, nos encaminamos hacia el histórico acueducto que ahora están reforzando, pero antes de llegar a él nos detuvimos  unos minutos para solazarnos con la belleza gótica del templo de Nuestra Señora de Fátima, también construido con cantera rosa-naranja.

Luego llegamos al parque de las aguas danzarinas, situado en lo que fuera la hondonada de un cerro, entre el acueducto y el museo Pedro Coronel, que a esa hora ya estaba cerrado. Gozamos el espectáculo de las fuentes que esa noche danzaron al ritmo de Bésame Mucho, Frenesí y algunos otros famosos boleros. Y desde allí, por la calzada zigzagueante dedicada al Gral. Jesús González Ortega, volvimos al corazón de la ciudad, cuyas luminarias comenzaban a encenderse por todas partes.


05.- Ave. Jesús González Ortega al anochecer. Nótese el pavimento de piedra laja .

Nos reímos un buen rato con las gracejadas de los payasos callejeros de las graderías frente al teatro. Cenamos un pozole norteño y unas enchiladas zacatecanas antes de irnos a dormir, y pasamos una noche fresca que por el momento nos hizo olvidar el calor húmedo de Colima.

06.- La iluminación de los edificios ayuda a resaltar su belleza. Zacatecas, tan mexicana, parece sin embargo europea.








jueves, 4 de agosto de 2011

Un Día de Muertos en el Cementerio Municipal


Trabajo a participar en el punto o la mesa # 2 de la Convocatoria Oficial del
XXXIV Congreso Nacional de Durango
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Abelardo Ahumada
Cronista Municipal de Colima

Al celebrarse ya en pleno otoño, el Día de Muertos amanece por lo regular en Colima fresco y luminoso, con el cielo azul sin nubes, porque - según lo que los viejos dicen- es hacia mediados de octubre cuando soplan en esa latitud “los vientos que se llevan las aguas”.
El otoño, en efecto, ya se ha declarado, y en el campo se exhibe con una multitud de flores propias de la temporada, y aun cuando las milpas del sorgo y del maíz están secas ya, junto a ellas, y entre ellas estallan las flores amarillas del tacote, hermano mexicano del europeo girasol; reverberan las enredaderas silvestres de las campánulas azules y se yerguen junto a las orillas de los maizales, las brechas y las carreteras las espigas rojizas del pajonal, mientras se miran a lo lejos las lomas cubiertas de salvia florida y se escuchan entre los escondites de la floresta los trinos eléctricos de los jilgueros.
Y mientras todo eso ocurre en el campo, miles de paisanos se despiertan ese día más temprano que otros para preparar comidas, tomar machetes, agarrar una escoba, portar una indispensable cubeta y disponerse a partir a los cementerios a visitar y acicalar las tumbas de sus familiares muertos.
En las proximidades de todos los panteones de la entidad, los vendedores de flores ya llevan lo menos dos días con sus noches allí, llenando de perfumadas corolas el ámbito festivo de este recordatorio anual de quienes “se nos adelantaron en el último viaje”, y a todos esos sepulcrales espacios concurre la más extensa, multitudinaria y alegre de las romerías a que tan dados somos los mexicanos en general, y los colimotes en particular.
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Sin dejar de tomar como referentes las gigantescas procesiones que se realizan durante la fiesta de Los Fieles Difuntos en otras comunidades más mencionadas del resto del país, en cuyos panteones se cena, se bebe, se ora, se vela y se baila, no puede uno menos que admitir que, por menos vistosa o multitudinaria que sea la visita de los colimotes vivos a cada una de estas ‘moradas’ de los muertos, también es intenso su ánimo y festivas sus miradas. Tanto que aquello que ayer fue llanto, dolor y lamentaciones, se torna hoy un paseo, motivado por el recordatorio de la madre muerta, del padre fenecido, o del ‘angelito’ que seguramente se marcho inmediatamente el cielo, porque sucumbió cuando aun no cometía un pecado.
Y como máxima manifestación de la entidad, desde el precedente Día de Todos los Santos, el Cementerio Municipal de Colima se convierte en un hervidero de gente donde, como le comentó una señora a una compañerita, ‘los muertos conviven con los vivos en armonía”. Por más que esa frase nos parezca increíble, absurda o hasta chistosa, dado que la lógica no admite esa posibilidad. Ya que si la muerte se define como la cesación de la vida, el término del hálito vital o la máxima de las transformaciones, la convivencia de muertos con vivos es una imposibilidad total.
Pero pasando por encima de todos estos raciocinios, uno descubre que lo que mueve el interés de las personas para visitar las tumbas de sus difuntos es, precisamente, el factor del recuerdo, como a su vez me lo comentó la señora Concepción Ramírez Chávez:
“Venimos aquí porque aun cuando se acuerda uno de sus seres queridos durante todo el año, o durante toda la vida, como hoy es su día se intensifica el recuerdo y les dedicas más tiempo… Yo aquí tengo enterrados a mi mamá, a mi abuelita, a unos tíos y otros familiares en dos tumbas… Las creencias que ellos mismos nos inculcaron dicen que los espíritus de los que ya se fueron este día están con uno, o vienen aquí, aunque uno no los perciba… Son creencias, costumbres de nuestra familia y de nuestra sociedad, aunque el recuerdo que alguien deja sólo dure dos o tres generaciones nada más”.


Foto 00: Como cada quien refleja lo que es, uno muy bien puede suponer que el difunto que yace aquí tuvo alma de marinero.
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El cementerio que les comento es, hasta donde esto pueda decirse de una necrópolis, un cementerio bonito, panorámico, organizado. Se compone de tres áreas muy bien definidas: la primera corresponde al pórtico doble que sirve de acceso a la preciosa calzada de 200 metros de largo, pavimentada con piedra de río, que sirve como estacionamiento, dividida por un camellón lleno de arriates cubiertos de flores, en cuya parte sur hay una hilera de palmas reales, y en cuya parte inicial tiene, cerquitas de las oficinas, un gigantesco laurel de la India, que señorea sobre los mirtos de las callejuelas del “panteón nuevo”, lo mismo que en la parte antigua señorean también algunas ceibas, varias parotas y numerosos guamúchiles de rugoso tronco de madera roja.


Foto O1: El cementerio municipal de Colima es, como la ciudad, un bello sitio arbolado.

En el centro de la parte nueva (donde sin embargo hay tumbas que fácilmente rondan los cien años), existe una especie de glorieta que se forma en el cruce de una calle principal y varias callejuelas. Ahí está, como otra que se mira al pie del laurel de la entrada, una enorme pila de agua, a donde los trabajadores del cementerio y los visitantes de las tumbas cercanas pasan a llenar sus baldes para regar las plantas y los arbolitos que adornan y dan sombra a las numerosas tumbas. Dando una prueba más de que los colimenses están enamorados de la vegetación y el verdor, y no quieren que sus muertos se olviden de ello, o dejen de disfrutar de las flores y de los árboles “sólo porque ya están fríos”.

Bajo las calzadas de los mirtos, las gentes que llevaron machete se afanan en cortar las ramas que durante el año fueron creciendo hasta oscurecer sus criptas, las lápidas o las cruces de sus respectivos túmulos. Y las que llevaron baldes hacen repetidos viajes hacia las pilas del panteón para llenarlos y proceder al aseo de sus espacios o regar sus arbolitos. En tanto que los que llevaron comida, una vez que barren y limpian sus sitios, y colocan las flores o las coronas que llevaron para homenajear a sus seres queridos, se sientan en la tumba familiar y en las de sus vecinos para compartir en ese extraño convivio, absurdo para unos, mágico para otros, los alimentos con quienes lloraron cuando fallecieron.

En algunos rostros todavía se mira la tristeza, pero en los de la mayoría ya no hay dolor, sino alegre y esperanzadora resignación, como si realmente creyeran que hoy van a rondar por ahí los espíritus de sus familiares o amigos que, por un permiso especial concedido en el más allá, habrán de venirse a dar una vuelta por su terruño querido.

Detalles todos que me llaman poderosamente la atención porque hace unas pocas décadas, cuando los cincuentones de ahora todavía éramos jóvenes o niños, no se acostumbraba en Colima el establecer altares de muertos, como sí es costumbre en los pueblos de la Meseta Tarasca, en Xochimilco y en otros pueblos del Altiplano Central, mucho menos el incorporar elementos del jálouín gringo. Costumbres y tradiciones que han penetrado y transformado ya las nuestras, que eran, en ese sentido, un tanto más sobrias, podríamos decir, en la medida de que se reducían a la limpieza inicial de la tumba y su restauración, cuando era necesaria; a la visita de los familiares y a la recitación de algún rosario y algunas jaculatorias; previa colocación de una corona de flores de papel de colores chillantes, o de un arreglo floral más selecto, y al encencido de algunas veladoras.

Hoy, pues, incorporadas ya esas costumbres por una parte de los colimotes avecindados, hemos podido ver, mucho más que en años anteriores, varios altares de muertos y no pocas enseñas propias de la parafernalia del jálouín colocadas en ciertas tumbas, junto con un horroroso conjunto de flores y coronas hechas con listones plastificados de aún más chillantes colores; pese a que la gente sabe que todo eso, más que en un bonito adorno, incurre en un proceso de contaminación del que ya no se hacen responsables, dejándoles a los camposanteros la ruda  chamba de tener que recoger y limpiar esa suciedad no-biodegradable.
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Van cinco conjuntos norteños que veo deambular o escucho tocar en el panteón. Es curioso que estando Colima en el occidente del país, y siendo, como quien dice, la verdadera cuna del mariachi (porque a Tecalitlán lo fundó el último “Alcalde Mayor de la Provincia de Colima”), aquí casi no vengan mariachis, ni tríos, ni marimbas, ni otro tipo de conjuntos, sino los de música norteña.
Junto a la glorieta del panteón, en donde están las tumbas más elegantes de los muertos profiristas, me encuentro precisamente a uno de esos conjuntos que lleva el contradictorio nombre de ‘Los Barranqueños del Sur’ (siendo conjunto norteño), originarios de Morelia, Huetamo y Zitácuaro, Mich.:
“Venemos – dicen, en su habla local- estos días a trabajar pa` cá, y andamos en las playas, en la feria [de Todos los Santos] y aquí, en el panteón. Las canciones que más nos pide la gente son: Puño de Tierra, Cruz de Madera, Vida Prestada, Las Dos Coronas y La Cruz de Olvido, que es una de las meras-meras; junto con la de Te Vas Ángel Mío”.
Misma que empieza uno a tararear, y que poéticamente dice:
‘Te vas ángel mío/ ya vas a partir/ dejando mi alma herida/ y un corazón a sufrir. / Te vas y me dejas/ un inmenso dolor/ recuerdo inolvidable/ de lo que fue tu amor”.
En otro de los espacios panteoneros, justo bajo la sombra de una de las gigantesca parotas que les comenté, se oye un saxofón quejumbroso y la voz cascada de un cantante ya viejo que entona otra popular canción, dedicada, tal vez, a un sufrido enamorado que perdió a su amada:
“Tristes lloran mis cansados párpados/ al mirar que se apagó la lámpara/ que alumbraba mi amor con grande ánimo/ mientras tú me mostrabas más cándida […] / ¡Ay de mí, que por un amor/ al que yo perdí/ ¡ay Dios mío! ¿Qué haré yo? / Quisiera morir, y no existir/ porque sin ti, qué maldito estoy…
Sigo caminando, y allá cerca de la barda norte, una familia completa escucha otra de las más viejas canciones que evocan a los muertos:
“Cuando dos almas se quieren/ por más que se alejan/ no se pueden nunca olvidar / por eso cuando yo muera/ cielito lindo, nunca me dejes de amar/ si vas al campo donde los muertos reposan ya/ lleváme flores, muchas gardenias/ y un rosal, y no me olvides nunca jamás”.
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Muy cerca de la pila central, identificables por sus carretillas y sus palas listas, viendo pasar a la incesante romería están, reposando bajo una sombra arbórea, tres de los 14 integrantes de la cuadrilla de trabajadores que laboran en el cementerio municipal, acompañados por un par de amigos. Uno de los cuales resulta ser Antonio García Díaz, trabajador jubilado y bromista, bueno para platicar:
“Yo ya estoy jubilado, pero aquí ando todos los días, haciendo coyotas: llevándole agua a las matas (las plantas), limpiando y pintando gavetas, lo que me pide la gente. Lo hago para estar activo y que no me toque muy pronto venir a quedarme aquí definitivamente.
Al principio que me jubilé, nomás no me acostumbraba a hacer nada, me iba hasta el jardín Núñez a sentarme en una banca con los de ‘La Cofradía del Pájaro Cáido’, pero como yo todavía dos-tres, mejor me volví a venir pa’cá. Donde haciendo coyotas ya por mi cuenta, me saco uno que otro peso más, para comprarme las cosas que necesito.
-          ¿Por qué creé que viene la gente este día en particular?
-          Viene para recordar a sus familiares. Sobre todo a los que antes vinieron aquí mismo junto con ellos. Para no perder la tradición, aunque luego también a ellos se les va el tiempo acabando y terminan por no venir cuando ya se enferman, hasta que luego los traen y los dejan para siempre aquí.
-          ¿Espantan en este panteón?
-          No creo. Yo he dormido muchas veces aquí, encima de aquella gaveta. Como anoche, y nunca he visto ni oído nada. Es más, el libro de mármol donde están los nombres de los difuntos me sirve de cabecera, veo las estrellas, las tumbas que me rodean, pero nada más. Todo silencio.

Sergio Cervantes Cervantes interviene en la plática y dice:
“Nosotros tenemos la creencia de que el único que se va a aparecer aquí es este vale. Duró primero 30 años trabajando de panteonero, y ya tiene tres años de jubilado, y se viene aquí todos los días, y pasa más ratos aquí que en su casa. Cuando se muera, el cabrón, va venírsenos a aparecer con su carretilla rechinando o sus baldes haciendo ruido”.
-          ¡Ja, ja!
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En muchas de las callejuelas del panteón hay mirtos que florecen tres veces al año y son, hasta donde he podido ver, los arbolitos que más abundan. Siendo tal vez por eso que un día, siendo aún muy joven, me atreví a escribir estos malos versos:
“Mi Lugar” (fragmento):
Cuando ya sobre tu faz no pueda yo pasear, / cuando mi presencia a los demás/ sea como un vómito indeseable, / se conmigo, Tierra, amable, / y llévame, para mi solaz, / al interior del seno tuyo, para descansar. / Quiero cambiar de esencia/ en el panteón arbolado, / quiero yacer enterrado/ cuando me gane la ausencia. / Quiero yacer en ti / en la calzada de los mirtos, / para trashumar de allí/ (en el perfume de sus flores)/ como aromas que se exhalan. / Quiero que sus raíces/ absorban la substancia mía, / para poder hacer un día/ (con el perfume de sus flores), / uno o dos seres felices.

Y ya que hablamos de poesía, entre las muchas tumbas que me ha tocado visitar he visto unas cuantas que sobre sus lápidas tienen también, a manera de epitafios, otros poemas. Como éste hermoso soneto dedicado a “Los Amigos”, que doña Griselda Álvarez Ponce de León, maestra, poetisa y primera mujer que gobernó uno de los estados de la federación mexicana, compuso cuando ya en su ancianidad veía cerca su fin, y quiso que su hijo Miguel lo colocara a la vista de todos:
“Esta pequeña lámpara encendida
que pese al aire fuerte no se apaga,
esta noción del tiempo que me amaga
y paso a paso urge mi partida,

esto bien puede ser: misión cumplida.
Hasta aquí. Esta lumbre que naufraga,
razonado final, forzosa paga,
no es depresión, es sólo despedida.

Cualquier luz se extingue cualquier día,
montaña de recuerdos que hoy invoco.
Me fue bien. Es intensa mi alegría

por los muchos amigos que hoy convoco.
Ellos me dieron vida y energía.
Yo me atrevo a decir que serví un poco”.

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Hacia la media mañana el tráfico peatonal cubre en un constante ir y venir todas las callejuelas y hasta la calzada más amplia del antiguo Panteón de Las Víboras, mientras que en el exterior van disminuyendo las provisiones de cempasúchiles que para esta celebración trajeron los vendedores de flores. Cempasúchiles que quizás muy pronto ya no tendrán oportunidad de competir con los fabricantes de flores artificiales hechas de listones brillantes, que, como les dije, hoy mismo ya estaban cubriendo cantidad de túmulos y lápidas por todo el extenso y bullicioso panteón.
Si uno sabe ver, y si no pasa nada más y se detiene, descubre que, tal vez igual que en otros, en este cementerio se conjugan otras artes con la muerte, pues están presentes allí la escultura y la arquitectura, y otras que tal vez podrían calificarse de artes menores, como la forja del hierro manifiesta en centenares de cruces, o como el grabado en mármol, granito y otras piedras propicias donde se estampan, en otro intento vano, según esto “para siempre”, los rasgos más generales de los difuntitos.


Foto 02: Algunas de las tumbas más antiguas tienen bellas esculturas que evidenciaban el amor y la capacidad económica de los deudos.

Pero no todos los escultores han firmado sus obras, y sólo unos cuantos se han atrevido a hacerlo: Leonilo Chávez, por ejemplo, que produjo magníficas obras a principios del siglo XX, según lo llegó a referir su hijo Jorge Chávez Carrillo, excelente pintor:
“Mi padre, Leonilo Chávez Ortiz, nacido en 1887 en un pueblo de Jalisco, era alarife, pintor, escultor y además hombre de guitarra y bohemia, muy inspirado […] Durante todos sus años de adulto fue tallador de piedras y constructor de mausoleos y edificios con fachada barroca.
Llegó a Colima […] en 1913, con un grupo de perseguidos políticos […] Un día lo contrataron para construir la tumba de los Amezcua, toda de piedra labrada. Fue una obra de larga ejecución y gustó tanto a otras [personas y] organizaciones […] que lo llamaron para que edificara sus mausoleos. Se quedó en el panteón, realizando diferentes trabajos […] de preciosa ejecución y gran inventiva […] como un relieve en mármol que representa el perfil de una niña…
Leonilo Chávez trabajó en el panteón hasta su muerte, en 1929, apenas tenía 42 años. De niño yo le llevaba el almuerzo. Llegaba con mi canastilla mirando hacia todos lados, preguntándome dónde me iba a jalar las patas un muerto. Eran los temores propios de un niño […] Con el tiempo fui venciendo los miedos y hoy el panteón de Colima es la tierra más amada, porque estoy acercándome a los míos: a mis abuelos, a mis padres, a mis hermanos, a mis amigos…”[1]



De algunos otros pocos escultores he visto sus nombres grabados también en algunas de las hermosas tallas que de repente logra uno detectar, pero como no hay rastros documentales de todos ellos ignoro de dónde fueron, cuándo nacieron, dónde esculpieron y si llegaron a crear algunas otras bellas obras más. Sin contar, de plano, los que por su propio gusto decidieron permanecer anónimos.
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Foto 04: También la arquitectura se ha hecho presente allí, como ésta cripta monumental de aspecto gótico.

Y, en cuanto al aspecto arquitectónico que indudablemente es otra de las riquezas del Cementerio Municipal que trascienden las celebraciones del Día de los Fieles Difuntos dice bien el arquitecto Roberto Huerta San Miguel, que aun cuando
“los cementerios están destinados para depositar a los muertos, los monumentos funerarios son esencialmente para el disfrute estético de los vivos, quienes con el paso de los años los convierten en el sitio sagrado de sus raíces”.[2]
Pero como todo este asunto de la arquitectura funeraria nos implicaría un largo capítulo más, concluyo mi descripción del Cementerio Municipal de Colima al filo de las 6 y media de la tarde, cuando desde lo alto de la loma que queda en la parte norte de la zona más antigua, veo que no es mucha la gente que camina allí, debido seguramente al hecho de que es en esa área de la antigua necrópolis colimota donde yacen los restos de sus primeros ocupantes. Mismos cuyas tumbas hoy se miran entre los altos y ligeros pajonales que la brisa vespertina mueve, algunas ya caídas, anónimas en su mayoría, desbaratadas por la resolana, los vientos y las tormentas que de junio a octubre llegan desde el mar.


Foto 05: En la zona más antigua del panteón hasta los nombres se les han borrado a las lápidas.

El Sol ya está por ocultarse en la cresta del Cerro de la Media Luna, que como Juan Rulfo bien lo supo, se ve también desde Comala.
No ha cesado, sin embargo, la gente de llegar, y hasta parece que la mayoría hubiese esperado la fresca de la tarde para hacer acto de presencia en el panteón, pues bajo los dos grandes pórticos de acceso es un verdadero río humano el que penetra para realizar la visita anual a sus difuntos antes de que caiga la noche, llegue la oscuridad y sea de nueva cuenta la hora en que, como más de algún paisano todavía sigue creyendo, salgan a deambular por las callejuelas del cementerio las almas que “andan en pena”.



[1] Citado por Huerta San Miguel, Roberto, en El Camposanto de Las Víboras, una historia sepultada, Secretaría de Cultura del Gobierno del Estado, 1997, p. 9-10.
[2] Ibídem, p. 88.

CONFERENCIA DE ABELARDO AHUMADA EN EL ARCHIVO DE COLIMA

CRÓNICA EN IMÁGENES José SALAZAR AVIÑA