sábado, 25 de agosto de 2012

Alhuey, Angostura, El Moro y La Mora



Abelardo Ahumada

Aparte de ser abogado, pasante de Economía, licenciado el Lengua y Literatura, maestro en Historia, y de haber dado durante 38 años consecutivos clases en algunas escuelas de la Universidad Autónoma de Sinaloa, el presidente actual de la Asociación Nacional de Cronistas de Ciudades Mexicanas, A. C., Cresencio Montoya Cortez es un escritor y compositor cuya fama, sobre todo en este último aspecto, ha trascendido su terruño natal, que es el municipio costero de Angostura, Sinaloa.

El año pasado, estando en Durango, me regaló un libro que posteriormente leí, en el que una anciana, entrevistada suya, le refirió “de primera mano” algunos hechos en los que participó el famoso guerrillero y salteador sinaloense de finales del siglo XIX, Heraclio Bernal . “En el primer momento – me dijo- quise manejar este libro como una tesis de maestría. Pero mi asesor me precisó que más bien parecía una novela entre romántica y costumbrista, con mucho sabor coloquial, y la dejé así: como una vivencia mía, en tanto que entrevistador circunstancial, pero como una narración directa de la protagonista de esa historia particular, que de algún modo tocaba también un poquito de la historia local y hasta de la nacional”.

Complementario a lo anterior, y para mi sorpresa, hace poco más de dos semanas, al volverme a encontrar con él, en Guamúchil, Sin., me entregó un juego de fotocopias con la advertencia de que su contenido es un adelanto de otra de sus investigaciones acerca de una mujer singular, nacida “probablemente en 1834”, en un pobladito de la sierra sinaloense, que se llamaba Julia Pastrana… “con el síndrome de hirsutismo y con fibromatosis gingival”. Lo que equivale a decir, en primer término, que estaban cubiertos “su rostro y su cuerpo totalmente de pelo negro y lacio”, y que tenía también una doble hilera de dientes que proyectaban su boca y sus mandíbulas precisamente como si fuera un simio.

Pese a haber sido catalogada como “la mujer más fea del mundo”, las fuentes dicen que Julia Pastrana era una mujer menuda y sensible de apenas 1.37 m. de altura, con dotes innatas para el arte y para los idiomas, pero que por las circunstancias en que nació y creció, primero trabajó de sirvienta en la casa de un personaje sinaloense, antes de encontrarse, cierto día que iba de regreso a su pueblo, con Míster Rates, un gringo aventurero que la convenció para que se fuera con él a los Estados Unidos, en donde la exhibiría como un fenómeno a cambio de algunos dólares. Todo esto antes de ser “descubierta” por otro promotor artístico, de apellido Lorent, que más tarde la hizo su mujer y se la llevó de gira a Europa, en donde incluso el famosísimo Charles Darwin, creador de la teoría de la evolución de las especies, se interesó por ella como un raro organismo al que, por su aspecto, otros ya describían como “un híbrido entre el ser humano y el orangután”. Pero, en fin, como el documento que Cresencio me regaló es un adelanto de su investigación, lo dejo allí, para referirme ahora a su libro “La Polla de Heraclio”, que mencioné al inicio, y con el que ha incrementado de un nuevo modo su fama en su tierra, porque como ya dije antes, desde hace varios años él es famoso también como compositor de canciones rancheras. Tanto que hay cuando menos un libro en el que se le menciona[1] entre los nuevos elementos que han venido a engrosar la lista de músicos, cantantes y compositores sinaloenses que, encabezada indudablemente por Pedro Infante, abarca, entre otros a Luis Pérez Meza, el famosísimo “Trovador del Campo”, que popularizó El Barzón, y Alborada; a Lola Beltrán, “La Grande”, que inmortalizó, entre otras, aquella canción que a no pocos machos mexicanos hace que suelten sus huacos cuando comienzan a escuchar que dice: “Ya me canso de llorar y no amanece/ ya no sé si maldecirte o por ti llorar/ tengo miedo de buscarte y de encontrarte/ donde mis amigos me dicen que te vas…” O como el famosísimo Ángel Espinosa, “Ferrusquilla”, que así como compuso “Échame a mí la culpa [de lo que pase/ cúbrete tú la espalda con mi dolor…”], así también compuso “La ley del monte”. Ésa que comienza con “grabé en la penca del maguey tu nombre/ juntito al mío, entrelazado…”

Pero las canciones de Cresencio Montoya son de otro corte, varias de ellas corridos, y la más famosa es, precisamente, el corrido de El Moro y La Mora, dos equinos que compitieron en una carrera casi legendaria en Sinaloa, ocurrida a mediados de 1994, y que comienza, con música de banda de por medio (¿cómo en Sinaloa si no?), poco más o menos así: “De una carrera famosa/ cantando voy mi recuerdo/ entre La Mora y El Moro/ de la fecha bien me acuerdo/ fue el 29 de junio/ el mero día de San Pedro./ La Mora de La Florida/ ya conocía la fama/ de México ser campeona/ y hermosa como la Luna./ Su dueño decía orgulloso/ como mi mora ninguna…”
El compositor y el autor de estas líneas con algunos de los elementos de la Banda Torrencial de Guamúchil.

Y menciono todo anterior, porque al desplegar su papel de anfitriones del XXXV Congreso Nacional de Cronistas de Ciudades Mexicanas, Joaquín Inzunza y Cresencio Montoya, cronistas municipales de Angostura y Alhuey, Sinaloa, respectivamente, hicieron el enorme esfuerzo de llevarnos, una vez concluidas todas las intensas mesas de trabajo, a una preciosa alameda natural, situada en medio de bellísimos campos de cultivo, para ofrecernos un verdadero banquete de platillos de mar (Angostura cuenta con 83 kms. de litoral y dos muy bellas bahías); para brindarnos un acompañamiento musical a base de “tambora” (que interpretó varias de las canciones de Cresencio) y, para obsequiarnos al último, como un sello de oro del Congreso, una especie de réplica, escenificación o simulacro de la histórica carrera en el taste (pista de carreras de caballos) más bonito y mejor acondicionado del noroeste de nuestro país, que lleva el nombre de Taste Haras de Évora. Nombre cuyo significado ignoro.

Un banquete de mariscos se nos ofreció bajo la sombra de unos álamos gigantes.

El hecho, sin embargo, fue que al concluir la sesión solemne del cabildo de Angostura, su presidente municipal, que se nos auto-presentó con el mote de “El Loco Chenel” (aunque se llama José Manuel Valenzuela López), nos dio la bienvenida, y nos dijo que su padrino de confirmación, el multimencionado Cresencio Montoya, nos tenía preparada una sorpresa. Subimos luego a los autobuses, éstos se metieron por un camino de terracería, se estacionaron junto a una hilera de álamos gigantes y nos hicieron bajar para sentarnos en una zona de mesas, ubicada bajo la sombra de aquellos árboles monumentales. Luego nos sirvieron las primeras cervecitas heladas y sendas charolas de camarones fritos, sacados esa misma mañana de algún estero cercano. Empezó a tocar la tambora, vinieron otras dos rondas de cervecitas frías, ceviche de jaiba, filetes de mantarraya, postre de mango y ya para qué les digo más.
Cresencio Montoya; el dueño del taste portando un sombrero colimote; el alcalde de Angostura y el cronista Antonio Magaña leyéndoles unos versos compuestos para la fiesta.

El ambiente se puso cálido, habló de nuevo el alcalde por los micrófonos. Nuestro compañero, Antonio Magaña Tejeda, leyó unas “décimas” compuestas por él en recuerdo de aquella fiesta, y le regaló, en agradecimiento, su sombrero colimote “de cuatro pedradas”, al dueño del rancho.

La gente llenó las graderías del taste Haras de Évora para presenciar la carrera de El Moro y La Mora.

Poco después de las 4 de la tarde, nuestros amigos nos invitaron a subir en unas graderías metálicas instaladas bajo la sombra de una segunda hilera de álamos. Graderías desde donde pudimos observar la llegada de numerosos rancheros del rumbo montando sus briosos cuacos.

Gente de los alrededores comenzó a llegar también en numerosos vehículos, mientras que nuestro principal anfitrión nos iba comentando por los altavoces los pormenores de aquella famosa carrera, y nosotros nos íbamos dando cuenta que estábamos participando en una verdadera fiesta ranchera sinaloense. Luego el maestro le pasó el micrófono al empresario, dueño del taste, quien nos dijo que La Mora es una yegua local de once años cumplidos, y que El Moro que en esta ocasión correría, es comparado con ella, como quien dice un potro de cuatro años y medio de edad, y que acababa de ser traído del otro lado de la frontera.

A las cinco de la tarde estaban las graderías cubiertas por un gentío y los livianos jinetes que conducían a El Moro y La Mora del simulacro, los comenzaron a calentar, haciéndolos pasar, luciéndose, sobre la tierra roja, blanda y sin piedras del taste ya mencionado.
Este es “El Loco Chenel”, el famosísimo alcalde de Angostura, Sin., echándole a la bailada con la tambora.

Los profesores Héctor Mancilla, Roberto George, Antonio Magaña, Miguel Chávez y yo, junto con nuestras esposas, estábamos encantados de participar en aquel ambiente campirano, observando, entre otros detalles que quiero destacar, las vastas planicies cultivadas, y al “más folclórico presidente municipal del país”, bailando, él solo, con una enorme alegría y con gran desparpajo, algunas canciones que la banda, puesta alrededor de él, interpretaba para todo el público.

Finalmente llegó la hora de la carrera, velocísimos como un suspiro vimos pasar a los contendientes, y El Moro, como el de la canción (no confundir con la de El Moro de Cumpas), volvió a ganar, sacándole a la yegua casi dos cuerpos de ventaja. Luego hubo también, ya de vacilada, una carrera de dos grandes burros y la fiesta siguió hasta las 6 p. m., cuando la voz de Montoya, por el micrófono, nos dio a entender que  los jefes de las varias patrullas que todo el tiempo nos estuvieron resguardando, estaban “sugiriéndole” que ya nos encamináramos hacia Guamúchil, para concluir con una cena-baile, los eventos del día.
El Moro y La Mora en plena carrera. El potro le ganó a la yegua con más de dos cuerpos de distancia.

Llegamos una vez más a la preciosa finca situada en la orilla del río Mocorito, y tuvimos la gozosa oportunidad de admirar la puesta del sol rojizo sobre las mansas aguas de la represa. 

Concluiré ahora mi relatoría refiriéndome al tema con el que comencé, y al que con toda intención dejé inconcluso: en 1972, siendo el buen Cresencio un estudiante de economía en Culiacán, le tocó la fortuna de compartir una humilde vivienda con una anciana que ese mismo año cumplió un siglo de existencia. Se llamaba Juanita; pero mi amigo nunca supo, y nunca se le ocurrió preguntarle, cómo se apellidaba. Pero el caso fue que ella le comenzó a referir, poco a poco, algunos hechos que tenía metidos en los recodos de su persistente memoria. Hasta que un buen día le dijo, ya con plena decisión y confianza: “Acércate Chencho, ora que hay tiempo, pa’ contarte lo que fue mi vida”. Y le comenzó a decir que, entre otras feas y muy bonitas cosas que le pasaron en su largo padecer, el día cuando ella cumplió quince años, Heraclio Bernal concurrió a su fiesta, bailó con ella y la dejó encandilada, mirando al camino, “como los coyotes” (o mejor sería como las coyotas), esperando que algún día aquel hombre bragado, “alto, de ojos zarcos y de barba muy prieta”, del que se decían tantas cosas, volviera a su rancho, por “su polla”, como se lo hizo creer. Regreso que jamás sucedió porque al gobierno se le ocurrió matarlo.



[1] Yo soy quien soy, libro colectivo sobre la vida y la obra de Pedro Infante, coordinado por Gilberto López Alanís, Tercera Edición, 2012, Culiacán, Sin., p. 18.

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