ABELARDO AHUMADA
Valorando, pues, dichos antecedentes, esos 26 autores
elaboraron otras tantas ponencias y dieron pie para que varios meses después se
pudiera publicar un interesante libro regional, del que se acaban de realizar
dos presentaciones: una en Colima, el 8 de septiembre, y otra en Ciudad Guzmán,
hace apenas 3 días. Habiendo sido, los dos, muy nutridos eventos en los que se
concitaron escritores, cronistas, historiadores, políticos y público interesado
en el tema genérico que este nuevo libro aborda, y cuya temporalidad abarca
desde el origen del camino en los inicios del virreinato, hasta la aparición
del ferrocarril de Guadalajara a Colima. Cuando se generó, por ende, el
paulatino desuso de tan antigua vereda.
Me llamó la atención el dato de que tres de los autores
participantes hayan decidido dedicar sus ponencias a reconocer el trabajo
pionero que sobre la historia del Camino Real desarrolló el sacerdote e
historiador colimense Roberto Urzúa Orozco. Siendo estos tres autores don Federico
Munguía Cárdenas, cronista de Sayula, Jalisco; la doctora en historia, Paulina
Machuca, y el editor Enrique Ceballos Ramos, todos ellos resaltando la calidad
intrínseca y la narrativa alegre que caracterizaron a la fina pluma del padre
Urzúa, autor, entre casi una docena de interesantes libros, de uno que lleva
precisamente por título El Camino Real de Colima, dicen que yo no lo sé.
Complementándose desde otras tres perspectivas diferentes,
aparecen aquí, hablando de uno de los más importantes ramales del desaparecido
Camino Real, el profesor José de Jesús Guzmán Mora, cronista de San Gabriel,
Jalisco, y dos colegas colimotes (primos, además, y compadres), José Mancilla
Ramírez y Héctor Manuel Mancilla Figueroa.
El ramal al que los tres se refieren, se desprendía,
viniendo desde Guadalajara, del viejo pueblo de Santa Ana Acatlán, y subía
hacia la Sierra de Tapalpa, pasando por Atemajac de la Tablas y por la propia
Tapalpa, para descender después hasta San Gabriel, continuar hacia Tolimán,
seguir hacia San Pedro y continuar hacia la costa colimota luego de atravesar
los impresionantes desfiladeros del Cañón de Toxín, pasando por El Mamey,
Colima (hoy Minatitlán), y tomando, por último, cualquiera de sus dos
derivaciones finales: una hacia Santiago y Manzanillo, Colima, y otra hacia
Cihuatlán, Jalisco.
No piensen los lectores que resumiré aquí todas las
ponencias del libro, pero quiero garantizarles que si lo llegan a conseguir no
van a arrepentirse de ello porque, operando cada uno de los autores desde su tono
y estilo propios, desarrollaron interesantes relatos, entre los que por morbo,
o por curiosidad, forzosamente tuvieron que aparecer dos capítulos de bandidos:
uno desarrollado por Ignacio Moreno Nava, historiador de Jiquilpan, Michoacán,
que se refiere al famosísimo bandolero Martín Toscano, quien merodeaba, hacia
finales del siglo XVIII, tanto el Camino Real a su paso por aquella región,
como en la Ciénaga de Chapala, Jalisco, y los rumbos de Jaripo y Jiquilpan. Y
otro investigado por la maestra Mirtea Acuña Cepeda, que se refiere a las
gavillas de Ramón Solano, Benito Ortiz y otros bandidos que, una vez concluidas
la Guerra de Reforma y la Intervención Francesa, se dedicaron a cometer sus
pillerías sobre el Camino Real y sus alrededores en las inmediaciones de
Jalisco y Colima, con la característica, según un testigo por ella citado, de
que “siempre andaban bien montados, pues poco les costaba proporcionarse
excelentes caballos; sus armas eran de las mejores, usando carabina, revolver y
un sable corto y pesado llamado machete por ellos, y de buen acero y bien
templado […] Usando con más o menos lujo el pintoresco traje del ranchero
mexicano”.
Éstos y otros bandidos, según lo refirió en su obra el ya
citado padre Roberto Urzúa, tenían con los arrieros una especie de mutuo
acuerdo en el sentido de que estos últimos habrían de estar dispuestos a
hacerles mandados a los delincuentes, para llevar y traerles recados y
encargos, a cambio de ser respetados por los salteadores. Pero fundado el
acuerdo sobre la previa advertencia de que quienes lo traicionaran,
encontrarían fácilmente la muerte, como lo ejemplificó el padre Urzúa en el
siguiente párrafo:
“Sensacional fue el caso de un comerciante de Zapotlán; pues
traicionó la confianza que en sus arrieros tenían unos bandoleros que operaban
en la Cueva del Zapote, al denunciarlos al Gobierno, que los emboscó y casi los
acaba cuando iban a recoger encargos de ropa y víveres que ellos habían hecho a
los arrieros y pagado con su propio dinero. Al regresar del siguiente viaje
procedente de Colima, todo Zapotlán pudo ver el macabro desfilar del atajo con
los cadáveres de los arrieros atravesados en los aparejos. En el morral del
cargador se encontró una carta dirigida al dueño de la recua, donde le decían:
‘Si se retira más de una cuadra de su casa le aconsejamos deje escrito su
testamento; los arrieros le llevan de bulto el mismo encargo’. La noticia
popular agrega que el acaudalado hombre no volvió a dormir, hasta que murió al
año escaso”.
Muy amenos son también los dos textos presentados por
Cuauhtémoc Acoltzin Vidal y Víctor Manuel Arceo. Acoltzin refiere el viaje
imaginario de los fantasmas de Hidalgo, Juárez, Miramón y Ramón Corona desde
las ruinas del Mesón de Atenquique hasta el obelisco que hace 4 años todavía
estaba en donde fue la primitiva entrada del Camino Real a la ciudad de Colima;
en tanto que Arceo relata las vivencias extravagantes de una de las más
destacadas poetizas colimenses de la primera mitad del siglo XX, cuya
existencia se desarrolló en el barrio de Las Siete Esquinas, muy cerca de la
pila del mismo nombre, en un tramo del Camino Real que actualmente corresponde
a la calle Emilio Carranza, ya dentro de la ciudad de Colima.
Aparece, lo mismo, en estas páginas, un pequeño ensayo de
Alfredo Juárez Albarrán, referido a la vida y la obra de un pintor decimonónico
llamado Jean Moritz Rugendas, autor de interesantes litografías sobre los paisajes
colimotes, incluyendo, desde luego, escenas del Camino Real. Y junto con él,
Bertha Luz Montaño Vázquez expone una breve síntesis de las Memorias de don
José Julián Ignacio Vázquez Bravo, sayulense, tatarabuelo suyo, a quien le tocó
incluso ser secuestrado el 27 de febrero de 1868.
Ese día, según lo refiere don Julián: “A las siete de la
mañana; regresaba de Guadalajara en unión de mi hijo José Julián y en el punto
de Chapalilla, cerca del Rancho de los Pozos, jurisdicción de Santa Ana
Acatlán, fuimos repentinamente sorprendidos por una gavilla de plagiadores en
número de cosa de ocho o nueve individuos, todos disfrazados, en buenos
caballos y bien armados; me amagaron de mil maneras, me vendaron los ojos y me
separaron de mi hijo, a quien dejaron libre para que llevara la noticia a mi
casa…”.
En fin, todos los demás trabajos son interesantísimos, pero
como no tengo espacio suficiente como para reseñarlos, me concretaré a decir
que Jaime Pizano Alcaraz, Antonio Magaña Tejeda, América A. Arellano Cerritos,
Salvador Olvera Cruz, Juan Manuel Almaguer, José Ángel Chávez Nájar, René
Chávez Déniz, Magdalena Escobosa Haas, Carlos Andrés Salgado Ceballos, María
Alcántar Gutiérrez y yo mismo somos los demás participantes. Habiendo podido
producir, entre todos, y con la edición hecha por el arquitecto Fernando
González Castolo, director del Archivo Histórico de Zapotlán El Grande, el
primer libro colectivo regional, que esperamos sea continuado por otros.
Me interesa mucho el tema, como le hago para tener un ejemplar, vivo en Guadalajara, jalisco.
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