sábado, 23 de agosto de 2014

Misterios y enigmas de La Quemada

10 de agosto de 2014.

Abelardo Ahumada (Texto y fotos).


Existen en México, lo sabemos muy bien, numerosas ciudades autóctonas que no obstante haber sido densamente pobladas, un día, de repente, se quedaron deshabitadas y que, poco a poco, merced a la acción cruzada de los elementos, se arruinaron, se fueron cubriendo de polvo y maleza, hasta que comenzaron a desaparecer del horizonte o empezaron a convertirse en una serie de colinas que tampoco estaban allí algunos siglos antes.

De la mayoría de esas antiguas ciudades se sabe, sin embargo, al menos quiénes fueron sus últimos moradores, pero hay dos o tres, por ahí, de las que hasta hoy, simplemente no se sabe nada, absolutamente nada.
01 ¿Quiénes construyeron todo esto? No hay nada tan impresionante como el hecho de poder ver lo que fue una gran ciudad abandonada y en ruinas.

Una de esas muy extrañas y enigmáticas urbes prehispánicas se localiza en el Valle de Malpaso, en uno de los extremos del municipio de Villanueva, Zacatecas.
De esta ciudad, sin embargo, majestuosa, imponente, llena de templos, salones, terrazas y otras grandes edificaciones, se han tenido reportes desde el primer tercio del siglo XVI. Datos o reportes, sin embargo, que pese al tiempo transcurrido, no nos permiten saber, por ejemplo, a qué tribus o pueblos pertenecieron sus primeros edificadores,  quiénes fueron sus  últimos habitantes y por qué decidieron abandonarla.

Expuse todo  lo anterior, queridos lectores, para comentar que, exactamente el viernes 25 de julio pasado (fecha en la que en Tecomán se estaba conmemorando el 491 aniversario de la fundación española de la Villa de Colima), ocho cronistas colimotes, tuvimos la oportunidad,  junto con un poco más de 150 integrantes de la Asociación Nacional de Cronistas de Ciudades Mexicanas,  tuvimos la gratísima oportunidad de estar en La Quemada, asombrándonos, sorprendiéndonos con todo lo que vimos. Y cayendo, también, en el mismo espanto intelectual que provoca el hecho de no saber quiénes pudieron haber sido los poderosos individuos que con tanto arrojo lograron edificar tan enormes edificios en un espacio que hoy parece casi enteramente natural.
Abordamos los ocho autobuses entre las 8:50 y las nueve horas frente al antiguo Palacio de Gobierno de Zacatecas. A las 9:05 comenzaron nuestros vehículos a rodar con rumbo a la vieja salida de Jerez, convertida hoy en una muy moderna autopista.

A los 13 kilómetros nos encontramos con una bifurcación que lleva, por una parte hacia Saltillo y Monterrey, y por otra, hacia Durango, Torreón y Chihuahua. Poco antes de llegar a dicha bifurcación doblamos nosotros al sur, para enfilarnos por la vieja carretera libre a Guadalajara, llegando a la cabecera de Villanueva, muy cerca de las 10 horas.
Este bonito pueblo, donde entre otros notables personajes nacieron Antonio Aguilar (el famoso charro cantor) y Francisco González, actual presidente de los cronistas de México, se vistió de gala para recibirnos en su preciosa plaza principal, donde sus autoridades nos dieron el calificativo de “visitantes distinguidos”, en una ceremonia cívica.
Recorrimos, muy rápidamente, el mercado, el templo y algunos otros sitios de interés del pueblo y, nos trasladamos, después, a los salones de una escuela local para continuar con las mesas de trabajo donde nos tocó, a tres de los cronistas colimotes, exponer los temas que previamente habíamos registrado.
Comimos allí mismo, bajo unos toldos blancos en el patio del plantel, un platillo muy parecido a nuestro local “tatemado”, al que denominan allá “guisado de boda” y, luego, al terminar la comida, nuestro coordinador nos urgió el abordaje de los autobuses para trasladarnos hasta el enigmático sitio arqueológico de La Quemada, cuyos principales edificios fueron construidos sobre las muy escarpadas laderas de un cerro solitario de 250 metros de elevación que se halla en un extremo del ya mencionado Valle de Malpaso.
Considerando el dato de que muchos de nuestros compañeros cronistas ya son ancianos, el presidente manejó tres opciones: quedarse en los autobuses, caminar hasta el museo del sitio o trepar hasta donde más y mejor pudiera cada quien hacerlo. Así que su servidor, sintiéndose todavía bastante hábil para ascender hasta la más alta de las terrazas escalonadas, se dispuso a hacerlo, mientras que una parte del resto se decidió a ir al museo, a los baños y a una tienda anexa que por ahí existe también.
Varios guías designados por el INAH nos recibieron, atentos, para formar tres o cuatro grupos de 40 personas, pero debo decir que más duraron en reunirnos que nosotros en desperdigarnos porque los que nos decidimos a subir íbamos no sólo impulsados por nuestra curiosidad, sino por una imperiosa fuerza que tal vez mana del mismo sitio, y que nos hacía sentir una especie de temor o asombro reverencial.
02 Por su colocación sobre el valle, y por ser evidentes los restos de lo que fue una muralla. Algunos arqueólogos suponen que La Quemada fue una ciudad fortificada.

Ignoro si a ustedes, amables lectores, les ha sucedido que cuando llegan a ciertos lugares lo único que no quieren hacer es hablar. Pero a mí sí me ha sucedido que cada vez que llego, por ejemplo, a la orilla del mar, a la cima de algún cerro, al borde de un barranco, o a las añosas ruinas de un edificio que alguna vez fue útil y estuvo lleno de gente, como que me siento obligado a no decir nada a nadie, sino a ver y a escuchar. Y eso fue lo que fue sucedió esta vez, al llegar a La Quemada, por lo que decidí separarme de mis compañeros y acometer la visita con todos mis sentidos abiertos a lo que pudiera encontrar allí.
03 Muchas de aquellas construcciones dieron continuidad a los ya de por sí elevados riscos.

Sin ánimos de hacer alusión a detalles sobrenaturales, fenómenos parapsicológicos u otros eventos por el estilo, sí me gustaría tratar de describirles a ustedes, las emociones y las interrogantes que despertaron en mi ánimo asombrado aquellos elevados edificios donde ya no vive nadie. El caso es que al ir pasando por un sendero de piedras, bordeado con puros huizaches, mezquites, nopales y otras plantas espinosas del semidesierto, como que empecé a imaginar, sospechar o aun sentir la presencia vaga, etérea, sutil, de otros individuos, jóvenes y viejos, mujeres y niños, que pasaron hace más de mil años también por allí, esperanzados en su presente, pero completamente ajenos al futuro que, caracterizado por el olvido, ellos y su poderosa ciudad habrían de padecer algunos lustros después.

04 He aquí el interesante museo del sitio, tratando de mimetizarse con el paisaje. Vale la pena visitarlo.

Desde la primera terraza gigantesca que pisé casi inmediatamente después de haber dejado los techos del bonito museo atrás, se ve la ciudad cerril, pletórica de otras numerosas terrazas y coronada por enormes habitáculos, pirámides truncadas, plazas públicas, templos, miradores y un evidentísimo espacio destinado al famoso “juego de pelota”.


Vas, caminas, te encaramas y llegas entonces a lo que parece haber sido un gigantesco salón de 32 metros de ancho por 41 de largo, en el que todavía se ven once colosales columnas cilíndricas de más de metro y medio de diámetro y cinco metros de altura que debieron de haber soportado un techo que hoy ya también desapareció, pero que entre los años 500 y 900 de nuestra era debió dar cobijo a centenares de individuos que participaron en asambleas citadinas, en espectáculos típicos o en impresionantes rituales dedicados a sus dioses.

Al estar allí pude sentir, más que pensar, que estaba en un sitio tolteca  o pre-tolteca, por la similitud que este gigantesco salón destechado guarda con otro, más amplio, que existe también en Tula. Todo ello sin mencionar aún que formando parte de esa misma terraza, junto al salón ya mencionado existe una vasta explanada rectangular de aproximadamente unos 80 metros de largo por esos mismos 42 de ancho, que se desplanta de un nivel inferior de la ladera, situado como unos 15 metros abajo, y que se sostiene por un poderoso y bien conformado talud de piedra laja que en su conjunto (sumando a la explanada con el salón) abarca, fácil, 120 metros de largo. Por más increíble y difícil que con la tecnología de entonces, les haya podido resultar construirlo a todos esos desconocidos antepasados de los actuales zacatecanos.

¿Pero qué opinan los verdaderos arqueólogos que han estudiado el sitio? –Ni siquiera ellos se han puesto de acuerdo: unos dicen (siguiendo la idea expuesta por el jesuita Francisco Xavier Clavijero) que si en algún lugar se ubicó el muy legendario Chicomoztoc, tuvo que haber sido allí, en La Quemada. Pero frente a éstos, hay otros que opinan que fue “un sitio Caxcán, un enclave teotihuacano, un centro tarasco, un bastión contra chichimecas intrusos, un emporio tolteca o, simplemente, el producto de un desarrollo independiente y capital de todos los grupos indígenas asentados al norte del río Grande de Santiago. Pero lo cierto es que no hay ningún acuerdo al respecto.

Muchos de mis compañeros y yo quedamos impresionados al ver una muy alta y estrecha pirámide trunca a la que nadie hoy puede subir sino escalando, y varios de ellos se fueron a tomar una foto del recuerdo allí. Mientras que otros continuamos con el ascenso por escalinatas tan amplias y tan altas que parecen haber sido construidas por gigantes y para gigantes.

Todos los espacios edificados que allí se ven están hechos de lajas sobrepuestas a las que pegaron con una mezcla elaborada con barro y fibras vegetales, muy similar a la que se sigue utilizando en esas zonas para construir adobes.
Son más de diez plataformas las que alcancé a contar y entre veinte y veinticinco basamentos de lo que parecen haber sido otros tantos y más grandes edificios, así como algunos espacios habitacionales.

Me preguntaba por el agua, pero allí muy cerca, como a un kilómetro a lo sumo, se alcanza a ver un pequeño lago que se formó tras construir, hace poco, una presa sobre la corriente del Río Juchipila. Así que nada nos cuesta entender que los  antiguos moradores de La Quemada saciaron su sed allí, y cultivaron todas las orillas humedecidas por las aguas del Juchipila.
Más o menos a 150 metros sobre el horizonte del valle, se abre, entre una serie de ocho edificios de gruesísimos muros, una muy amplia terraza-mirador desde donde es posible ver hacia todos los rumbos hasta unos setenta kilómetros de distancia. Y desde ahí se observa también cómo fue que varias de aquellas edificaciones dieron continuidad a los ya de por sí elevados riscos que tiene esa parte del cerro, embelleciéndolos, fortificándolos.

En este punto del sitio tuve la buenísima suerte de encontrarme con uno de los arqueólogos que trabajan allí, quien me hizo el grandísimo favor de señalarme, allá abajo, cruzando el valle en todas las direcciones, una red de calzadas perfectamente visibles desde aquella altura, y quien me dijo que eran los caminos habituales por donde se movían cotidianamente los habitantes de aproximadamente unos 200 pueblitos y/o rancherías que durante la época de esplendor de La Quemada hubo en dicho hermoso valle.  Caminos y calzadas  que miden ¡170 kilómetros de longitud! Y nos dan seña de la magnitud de la urbe. Una urbe, por cierto, de la cual, el primer español que la reportó fue, curiosa y coincidentemente, Peralmíndez Chirinos (o Pedro Almíndez Chirinos), uno de los tres individuos que asumieron el gobierno de la Nueva España cuando Hernán Cortés hizo su famoso viaje a Las Hibueras; un sujeto que en agosto de 1527 estaba vendiendo esclavos en Colima; un soldado aventurero que entre 1530 y 1531 anduvo recorriendo esa porción de Zacatecas cuando se hallaba participando en las exploraciones y guerras de conquista que promovió el crudelísimo Nuño Beltrán de Guzmán, promotor también de la fundación de la primitiva Guadalajara.


Desde antes de llegar a terraza más alta abrigué el deseo de sentarme en una orilla de la misma, con mis pies colgando hacia el vacío, para contemplar todo aquel extraordinario conjunto arquitectónico en el más total de los silencios, pero resultó imposible, porque ya había allí otros compañeros más jóvenes y más ágiles que subieron antes, y porque continuaron llegando otros más. Así que, no habiendo modo de observar y meditar en la quietud, cinco minutos después di por concluida mi visita hasta la construcción más alta de La Quemada, solicitándole a un colega que me tomara una foto para poder algún día probar que “yo también estuve allí”. 

CONFERENCIA DE ABELARDO AHUMADA EN EL ARCHIVO DE COLIMA

CRÓNICA EN IMÁGENES José SALAZAR AVIÑA